domingo, 22 de septiembre de 2019

PLURALIDAD DE LAS EXISTENCIAS CORPORALES


Por: Allan Kardec

De los diversos fundamentos profesados por el Espiritismo, el más controvertido es indiscutiblemente el de la pluralidad de las existencias corporales o, dicho de otra manera, el de la reencarnación. Aunque esta opinión sea ahora compartida por un número muy grande de personas, y aunque nosotros ya hayamos tratado varias veces la cuestión, creemos un deber –en razón de su extrema gravedad– examinarla aquí de una forma más profunda, a fin de responder a las diversas objeciones que ha suscitado. Antes de entrar en el fondo de la cuestión, nos parecen indispensables algunas observaciones preliminares.

Algunas personas dicen que el dogma de la reencarnación no es de modo alguno nuevo: que ha sido resucitado de Pitágoras. Nosotros nunca hemos dicho que la Doctrina Espírita fuese una invención moderna; al ser el Espiritismo una de las leyes de la naturaleza, ha debido existir desde el origen de los tiempos, y por nuestra parte siempre nos hemos esforzado en probar que de Él se encuentran rastros en la más remota antigüedad. Como se sabe, Pitágoras no es el autor del sistema de la metempsicosis; él la ha extraído de los filósofos hindúes y de los egipcios, donde existía desde tiempos inmemoriales. La idea de la transmigración de las almas era, pues, una creencia común admitida por los hombres más eminentes. ¿Por cuál medio les ha llegado? ¿Ha sido por revelación o por intuición? No lo sabemos; pero, como quiera que sea, una idea no atraviesa las edades y no es aceptada por las inteligencias de élite si no tiene su lado serio. Por lo tanto, la antigüedad de esta doctrina sería más bien una prueba que una objeción. Sin embargo, como igualmente sabemos, entre la metempsicosis de los Antiguos y la moderna doctrina de la reencarnación existe una gran diferencia: que los Espíritus rechazan de la manera más absoluta la transmigración del hombre en los animales y recíprocamente.

Sin duda –dicen también algunos contradictores– vos estabais imbuido de esas ideas, y he aquí por qué los Espíritus han seguido vuestro mismo parecer. Esto es un error que prueba, una vez más, el peligro de los juicios precipitados y sin examen. Si estas personas, antes de juzgar, se hubiesen tomado el trabajo de leer lo que hemos escrito sobre Espiritismo, habrían evitado hacer una objeción con demasiada liviandad. Repetiremos, pues, lo que hemos dicho al respecto: cuando la doctrina de la reencarnación nos fue enseñada por los Espíritus, estaba tan lejos de nuestro pensamiento que habíamos hecho sobre los antecedentes del alma un sistema completamente diferente, y además compartido por muchas personas. Por lo tanto, la Doctrina de los Espíritus nos ha sorprendido en este aspecto; diremos más: nos ha contrariado, porque echó por tierra nuestras propias ideas; como se ve, estaba lejos de ser un reflejo de éstas. Eso no es todo; no cedimos al primer choque; combatimos, defendimos nuestra opinión, planteamos objeciones y sólo nos rendimos ante la evidencia cuando percibimos la insuficiencia de nuestro sistema para resolver todas las cuestiones que este tema aborda.

A los ojos de algunas personas, sin duda, la palabra evidencia parecerá singular en semejante materia; pero no será impropia para aquellos que están habituados a examinar los fenómenos espíritas. Para el observador atento hay hechos que, aunque no sean de una naturaleza absolutamente material, no por esto dejan de constituir una verdadera evidencia, o al menos una evidencia moral. No es aquí el lugar para explicar esos hechos; solamente un estudio continuo y perseverante puede hacerlos comprensibles; nuestro objetivo era únicamente refutar la idea de que esta doctrina no es más que la traducción de nuestro pensamiento. Tenemos aún otra refutación a realizar: es que no sólo a nosotros ha sido enseñada; lo ha sido en muchos otros lugares, en Francia como en el extranjero: en Alemania, en Holanda, en Rusia, etc., y esto incluso antes de la publicación de El Libro de los Espíritus. Agreguemos todavía que, desde que nos hemos consagrado al estudio del Espiritismo, hemos obtenido comunicaciones a través de más de cincuenta médiums psicógrafos, psicofónicos, videntes, etc., más o menos esclarecidos, de una inteligencia normal más o menos limitada, algunos hasta completamente iletrados, y por consecuencia enteramente ajenos a las materias filosóficas, siendo que en ningún caso los Espíritus se desmintieron sobre esta cuestión; sucede lo mismo en todos los Círculos que conocemos, donde el mismo principio ha sido profesado. Bien sabemos que este argumento no es terminante, y es por eso que no insistiremos más de lo razonable.

Examinemos la cuestión desde otro punto de vista, haciendo abstracción de toda intervención de los Espíritus; por un instante dejemos a éstos a un lado; supongamos que esta teoría no haya provenido de ellos; supongamos incluso que jamás haya sido una cuestión de Espíritus. Por lo tanto, ubiquémonos momentáneamente en un terreno neutro, admitiendo que tengan el mismo grado de probabilidad tanto una como otra hipótesis: la de la pluralidad y la de la unicidad de las existencias corporales, y veamos de qué lado estarán la razón y nuestro propio interés.

Ciertas personas rechazan la idea de la reencarnación por el único motivo de que no les conviene, diciendo que tienen bastante con una sola existencia y que no querrían recomenzar otra semejante; conocemos a algunos a quienes el solo pensamiento de reaparecer en la Tierra los deja enfurecidos. No tenemos sino una cosa que preguntarles: si creen que Dios les ha pedido su opinión y consultado su gusto para regir el Universo. Ahora bien, una de dos: o la reencarnación existe o no existe; si existe, por más que la contradigan, les será necesario enfrentarla, y Dios no les va a pedir permiso para esto. Nos parece escuchar a un enfermo decir: He sufrido bastante hoy y no quiero sufrir más mañana. A pesar de su mal humor, no por eso ha de sufrir menos mañana y en los días siguientes, hasta que esté curado; por lo tanto, si aquéllos tuvieren que vivir de nuevo corporalmente, volverán a vivir, se reencarnarán; por más que se rebelen –como un niño que no quiere ir a la escuela o como un condenado a la prisión– les será necesario pasar por ello. Semejantes objeciones son demasiado pueriles para que merezcan un examen más serio. No obstante, les diremos para tranquilizarlos que lo que la Doctrina Espírita enseña sobre la reencarnación no es tan terrible como creen, y si la hubieran estudiado a fondo no estarían tan asustados; sabrían que la condición de esta nueva existencia depende de ellos mismos; que será feliz o infeliz según lo que hayan hecho en este mundo, y que pueden desde esta vida elevarse tan alto que no tendrán que temer más el volver a caer en el lodazal.

Suponemos que hablamos con personas que creen en algún futuro después de la muerte, y no con aquellas cuya perspectiva es la nada o que quieren ahogar el alma en un todo universal, sin individualidad, como las gotas de lluvia en el océano, lo que viene a ser casi lo mismo. Por lo tanto, si creéis en un algún futuro, sin duda no admitiréis que sea igual para todos; de otro modo, ¿dónde estaría la utilidad del bien? ¿Por qué el hombre habría de contenerse? ¿Por qué no habría de satisfacer todas sus pasiones, todos sus deseos, aunque fuese incluso a expensas del prójimo, ya que daría lo mismo? Vosotros creéis que este futuro será más o menos feliz o infeliz según lo que hayamos hecho durante la vida; ¿tenéis entonces el deseo de ser tan feliz como sea posible, ya que eso debe ser para toda la eternidad? ¿Tendríais, por ventura, la pretensión de ser uno de los hombres más perfectos que hayan existido en la Tierra, teniendo así de repente el derecho a la felicidad suprema de los elegidos? No. De esta manera admitís que hay hombres que valen más que vosotros y que tienen derecho a un lugar mejor, sin que por esto estéis entre los réprobos. ¡Pues bien! Colocaos por un instante con el pensamiento en esa situación intermedia que será la vuestra –como acabáis de concordar–, y suponed que alguien venga a deciros: Sufrís, no sois tan feliz como podríais serlo, mientras que tenéis delante vuestro a seres que gozan de una felicidad sin perturbaciones; ¿queréis cambiar vuestra posición por la de ellos? –Sin duda, diréis; ¿qué es necesario hacer? –Muy poco: recomenzar lo que habéis hecho mal y tratar de hacerlo mejor. –¿Dudaríais en aceptar, aunque fuera a costa de varias existencias de pruebas? Tomemos una comparación más prosaica. Si a un hombre que, sin estar en la última de las miserias, sufre no obstante privaciones como consecuencia de la mediocridad de sus recursos, viniesen a decirle: He aquí una inmensa fortuna que podréis disfrutar, siendo para esto preciso trabajar rudamente durante un minuto. Aunque él fuera el más perezoso de la Tierra, dirá sin dudar: Trabajemos un minuto, dos minutos, una hora, un día si es necesario; ¿qué importa eso si mi vida va acabar en la abundancia? Ahora bien, ¿qué es la duración de la vida corporal con relación a la eternidad? Menos que un minuto, menos que un segundo.

Hemos escuchado este razonamiento: Dios, que es soberanamente bueno, no puede imponer al hombre que recomience una serie de miserias y tribulaciones. Por ventura, ¿parecerá que hay más bondad en condenar al hombre a un sufrimiento perpetuo por algunos momentos de error, que en darle los medios para reparar sus faltas? «Dos fabricantes tenían cada cual un obrero que podía aspirar a volverse socio del patrón. Ahora bien, sucedió que ambos obreros emplearon una vez muy mal su jornada y merecieron ser despedidos. Uno de los dos fabricantes despidió a su obrero a pesar de sus súplicas, y éste –no habiendo encontrado trabajo– murió en la miseria. El otro dijo al suyo: Habéis perdido un día, me debéis por esto una compensación; habéis hecho mal vuestro trabajo, me debéis una reparación; os permito recomenzar; tratad de ejecutarlo bien y conservarás tu puesto, y podréis siempre aspirar a la posición superior que os he prometido». ¿Es necesario preguntar cuál de los dos fabricantes ha sido más humano? Dios, que es la propia clemencia, ¿sería más inexorable que un hombre? El pensamiento de que nuestro destino esté para siempre fijado por algunos años de prueba –aun cuando no siempre dependía de nosotros alcanzar la perfección en la Tierra– tiene algo de desconsolador, mientras que la idea contraria es eminentemente consoladora, ya que nos deja la esperanza. De este modo, sin pronunciarnos en pro o en contra de la pluralidad de las existencias, sin admitir una hipótesis más que otra, decimos que, si se nos permitiese elegir, no habría nadie que prefiriese un juicio sin apelación. Un filósofo ha dicho que si Dios no existiese sería necesario inventarlo para la felicidad del género humano; lo mismo se podría decir de la pluralidad de las existencias. Pero, como lo hemos dicho, Dios no nos pide nuestro permiso, no consulta nuestro gusto: esto es o no es; veamos de qué lado están las probabilidades y enfoquemos la cuestión desde otro punto de vista, siempre haciendo abstracción de la enseñanza de los Espíritus y únicamente como estudio filosófico.

Es evidente que si no existe reencarnación, sólo hay una existencia corporal; si nuestra actual existencia corporal es la única, el alma de cada hombre es creada al nacer, a menos que se admita la anterioridad del alma, en cuyo caso nos preguntaríamos qué era el alma antes del nacimiento, y si este estado no constituía de alguna forma una existencia. No hay término medio: o el alma existía o no existía antes del cuerpo; si existía, ¿cuál era su situación? ¿Tenía o no conciencia de sí misma? Si no tenía conciencia, es casi como si no existiera; si tenía individualidad, ¿era progresiva o estacionaria? En uno o en otro caso, ¿en qué grado había llegado al encarnar? Según la creencia vulgar, admitiendo que el alma nazca con el cuerpo o –lo que da lo mismo– que antes de su encarnación sólo tenga facultades negativas, efectuamos las siguientes preguntas:

  1. ¿Por qué el alma muestra aptitudes tan diversas e independientes de las ideas adquiridas a través de la educación?
  2. ¿De dónde viene esa aptitud fuera de lo normal que tienen ciertos niños de corta edad para tal arte o Ciencia, mientras que otros permanecen inferiores o mediocres durante toda su vida?
  3. ¿De dónde provienen las ideas innatas o intuitivas que existen en unos y no en otros?
  4. ¿De dónde vienen, en ciertos niños, esos instintos precoces de vicios o de virtudes, esos sentimientos innatos de dignidad o de bajeza que contrastan con el medio en el cual han nacido? 
  5. Haciendo abstracción de la educación, ¿por qué ciertos hombres son más adelantados que otros?
  6. ¿Por qué existen salvajes y hombres civilizados? Si tomáis a un niño hotentote recién nacido, y lo instruís en nuestros más renombrados liceos, ¿por qué nunca haréis de él un Laplace o un Newton?


Preguntamos cuál es la filosofía o la teosofía que puede resolver estos problemas. No cabe duda: o las almas son iguales al nacer o son desiguales. Si son iguales, ¿por qué esas aptitudes tan diversas? Se dirá que esto depende del organismo. Pero entonces es la más monstruosa y la más inmoral de las doctrinas. El hombre no es sino una máquina, un juguete de la materia; no tiene más la responsabilidad de sus actos; puede alegar que todo se debe a sus imperfecciones físicas. Si son desiguales, es que Dios las ha creado así; pero entonces, ¿por qué esta superioridad innata concedida a algunos? Esta parcialidad, ¿está de conformidad con la justicia de Dios y con el amor que por igual da a todas sus criaturas?

Al contrario, admitamos una sucesión de existencias anteriores progresivas y todo se explica. Los hombres traen al nacer la intuición de lo que han adquirido; están más o menos adelantados según el número de existencias que han recorrido y según estén más o menos alejados del punto de partida: exactamente como sucede en una reunión de individuos de todas las edades, cada uno tendrá un desarrollo proporcional al número de años que haya vivido; las existencias sucesivas serán –para la vida del alma– lo que los años son para la vida del cuerpo. Reunid un día a mil individuos que tengan desde uno a ochenta años; suponed que se arroje un velo sobre todos los días anteriores y que, en vuestra ignorancia, los creáis a todos nacidos en el mismo día: naturalmente os preguntaréis cómo es que unos son grandes y otros pequeños, algunos viejos y otros jóvenes, unos instruidos y otros todavía ignorantes; pero si la nube que os oculta el pasado se disipa, si aprendéis que todos ellos han vivido más o menos tiempo, todo os será explicado. Dios, en su justicia, no podría haber creado almas más perfectas que otras; pero, con la pluralidad de las existencias, la desigualdad que vemos nada tiene de contrario con la equidad más rigurosa: es que sólo vemos el presente y no el pasado. ¿Se basa este razonamiento en un sistema, en una suposición gratuita? No; hemos partido de un hecho patente e indiscutible: la desigualdad de las aptitudes y del desarrollo intelectual y moral, y encontramos este hecho inexplicable por todas las teorías que están en curso, mientras que la explicación de esto es simple, natural y lógica, a través de otra teoría. ¿Es racional preferir la que no explica a la que explica?

Con respecto a la sexta pregunta, se dirá sin duda que el hotentote es de una raza inferior: entonces preguntaremos si el hotentote es un hombre o no. Si es un hombre, ¿por qué Dios lo ha desheredado –a él y a su raza– de los privilegios concedidos a la raza caucásica? Si no es un hombre, ¿por qué tratar de volverlo cristiano? La Doctrina Espírita tiene más amplitud que todo esto; para ella no existen varias especies de hombres, sino que hay hombres cuyos Espíritus se encuentran en mayor o en menor atraso, pero susceptibles de progresar: ¿no está esto más de acuerdo con la justicia de Dios?

Acabamos de ver el alma en su pasado y en su presente; si la consideramos en su futuro, encontraremos las mismas dificultades.

  1. Si únicamente nuestra existencia actual debe decidir nuestro destino, ¿cuál será, en la vida futura, la posición respectiva del salvaje y del hombre civilizado? ¿Se encontrarán en un mismo nivel o estarán distanciados en lo que respecta a la felicidad eterna?
  2. El hombre que ha trabajado toda su vida para mejorarse, ¿está en el mismo nivel que aquel que ha permanecido inferior, no por su falta, sino porque no ha tenido ni el tiempo ni la posibilidad para mejorarse?
  3. El hombre que hace mal porque no ha podido esclarecerse, ¿es responsable de un estado de cosas que no dependían de él?
  4. Se trabaja para esclarecer a los hombres, para moralizarlos, para civilizarlos; pero por cada uno que se esclarece hay millones que mueren diariamente antes que la luz los haya alcanzado; ¿cuál es el destino de éstos? ¿Son tratados como réprobos? En caso contrario, ¿qué han hecho para merecer estar en el mismo nivel que los otros?
  5. ¿Cuál es el destino de los niños que mueren en corta edad antes de haber podido hacer el bien o el mal? Si están entre los elegidos, ¿por qué este favor sin haber hecho nada para merecerlo? ¿Por qué privilegio están exentos de las tribulaciones de la vida?


¿Existe una doctrina que pueda resolver estas cuestiones? Admitid las existencias consecutivas y todo se explica de conformidad con la justicia de Dios. Lo que no se ha podido hacer en una existencia se hará en otra; es así que nadie escapa a la ley del progreso, que cada uno será recompensado según su mérito real y que nadie está excluido de la felicidad suprema, a la cual puede aspirar, cualesquiera que sean los obstáculos que haya encontrado en su camino.

Estas preguntas podrían multiplicarse al infinito, porque son innumerables los problemas psicológicos y morales que sólo encuentran solución en la pluralidad de las existencias; nosotros nos hemos limitado a los más generales. Como quiera que sea, se dirá quizá que la doctrina de la reencarnación no es admitida por la Iglesia; que esto sería, entonces, el desmoronamiento de la religión. Nuestro objetivo no es tratar esa cuestión en este momento; nos basta con haber demostrado que aquel principio es eminentemente moral y racional. Más adelante mostraremos que la religión está menos distante de la reencarnación de lo que tal vez se piensa, y que con ella no sufriría más de lo que ha sufrido con el descubrimiento del movimiento de la Tierra y de los períodos geológicos que, a primera vista, han parecido dar un desmentido a los textos sagrados. La enseñanza de los Espíritus es eminentemente cristiana; se apoya en la inmortalidad del alma, en las penas y recompensas futuras, en el libre albedrío del hombre, en la moral del Cristo; por lo tanto, no es antirreligiosa.

Como lo dijimos, hemos razonado haciendo abstracción de toda enseñanza espírita que, para ciertas personas, no es una autoridad. Si nosotros –como tantos otros– hemos adoptado la opinión de la pluralidad de las existencias, no es solamente porque ella proviene de los Espíritus, sino porque nos ha parecido la más lógica y la única que resuelve las cuestiones hasta entonces insolubles. Si hubiese venido de un simple mortal la hubiéramos igualmente adoptado, y tampoco habríamos dudado en renunciar a nuestras propias ideas; desde el momento en que un error es demostrado, el amor propio tiene más a perder que a ganar al obstinarse en una idea falsa. Del mismo modo, nosotros la hubiésemos rechazado –aunque proviniera de los Espíritus– si nos hubiera parecido contraria a la razón, como hemos rechazado a tantas otras, porque sabemos por experiencia que no se debe aceptar a ciegas todo lo que viene de su parte, como tampoco lo que viene de parte de los hombres. Por lo tanto, nos queda por examinar la cuestión de la pluralidad de las existencias desde el punto de vista de la enseñanza de los Espíritus, de qué manera debemos entenderla y, en fin, responder a las objeciones más serias que se le puedan oponer; es lo que haremos en un próximo artículo.




Tomado de la Revista Espírita 1858

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