Por: Allan Kardec
De
los diversos fundamentos profesados por el Espiritismo, el más controvertido es
indiscutiblemente el de la pluralidad de las existencias corporales o, dicho de
otra manera, el de la reencarnación. Aunque esta opinión sea ahora compartida
por un número muy grande de personas, y aunque nosotros ya hayamos tratado varias
veces la cuestión, creemos un deber –en razón de su extrema gravedad–
examinarla aquí de una forma más profunda, a fin de responder a las diversas
objeciones que ha suscitado. Antes de entrar en el fondo de la cuestión, nos
parecen indispensables algunas observaciones preliminares.
Algunas
personas dicen que el dogma de la reencarnación no es de modo alguno
nuevo: que ha sido resucitado de Pitágoras. Nosotros nunca hemos dicho que la
Doctrina Espírita fuese una invención moderna; al ser el Espiritismo una de las
leyes de la naturaleza, ha debido existir desde el origen de los tiempos, y por
nuestra parte siempre nos hemos esforzado en probar que de Él se encuentran
rastros en la más remota antigüedad. Como se sabe, Pitágoras no es el autor del
sistema de la metempsicosis; él la ha extraído de los filósofos hindúes y de
los egipcios, donde existía desde tiempos inmemoriales. La idea de la
transmigración de las almas era, pues, una creencia común admitida por los hombres
más eminentes. ¿Por cuál medio les ha llegado? ¿Ha sido por revelación o por
intuición? No lo sabemos; pero, como quiera que sea, una idea no atraviesa las
edades y no es aceptada por las inteligencias de élite si no tiene su lado
serio. Por lo tanto, la antigüedad de esta doctrina sería más bien una prueba
que una objeción. Sin embargo, como igualmente sabemos, entre la metempsicosis
de los Antiguos y la moderna doctrina de la reencarnación existe una gran
diferencia: que los Espíritus rechazan de la manera más absoluta la
transmigración del hombre en los animales y recíprocamente.
Sin
duda –dicen también algunos contradictores– vos estabais imbuido de esas ideas,
y he aquí por qué los Espíritus han seguido vuestro mismo parecer. Esto es un
error que prueba, una vez más, el peligro de los juicios precipitados y sin
examen. Si estas personas, antes de juzgar, se hubiesen tomado el trabajo de
leer lo que hemos escrito sobre Espiritismo, habrían evitado hacer una objeción
con demasiada liviandad. Repetiremos, pues, lo que hemos dicho al respecto:
cuando la doctrina de la reencarnación nos fue enseñada por los Espíritus,
estaba tan lejos de nuestro pensamiento que habíamos hecho sobre los
antecedentes del alma un sistema completamente diferente, y además compartido
por muchas personas. Por lo tanto, la Doctrina de los Espíritus nos ha
sorprendido en este aspecto; diremos más: nos ha contrariado, porque echó por
tierra nuestras propias ideas; como se ve, estaba lejos de ser un reflejo de
éstas. Eso no es todo; no cedimos al primer choque; combatimos, defendimos
nuestra opinión, planteamos objeciones y sólo nos rendimos ante la evidencia
cuando percibimos la insuficiencia de nuestro sistema para resolver todas las
cuestiones que este tema aborda.
A
los ojos de algunas personas, sin duda, la palabra evidencia parecerá singular en
semejante materia; pero no será impropia para aquellos que están habituados a
examinar los fenómenos espíritas. Para el observador atento hay hechos que,
aunque no sean de una naturaleza absolutamente material, no por esto dejan de
constituir una verdadera evidencia, o al menos una evidencia moral. No es aquí
el lugar para explicar esos hechos; solamente un estudio continuo y
perseverante puede hacerlos comprensibles; nuestro objetivo era únicamente
refutar la idea de que esta doctrina no es más que la traducción de nuestro
pensamiento. Tenemos aún otra refutación a realizar: es que no sólo a nosotros
ha sido enseñada; lo ha sido en muchos otros lugares, en Francia como en el
extranjero: en Alemania, en Holanda, en Rusia, etc., y esto incluso antes de la
publicación de El Libro de los Espíritus. Agreguemos todavía que, desde que nos hemos consagrado al
estudio del Espiritismo, hemos obtenido comunicaciones a través de más de
cincuenta médiums psicógrafos, psicofónicos, videntes, etc., más o menos
esclarecidos, de una inteligencia normal más o menos limitada, algunos hasta
completamente iletrados, y por consecuencia enteramente ajenos a las materias
filosóficas, siendo que en ningún caso los Espíritus se desmintieron sobre esta
cuestión; sucede lo mismo en todos los Círculos que conocemos, donde el mismo
principio ha sido profesado. Bien sabemos que este argumento no es terminante,
y es por eso que no insistiremos más de lo razonable.
Examinemos
la cuestión desde otro punto de vista, haciendo abstracción de toda
intervención de los Espíritus; por un instante dejemos a éstos a un lado;
supongamos que esta teoría no haya provenido de ellos; supongamos incluso que
jamás haya sido una cuestión de Espíritus. Por lo tanto, ubiquémonos
momentáneamente en un terreno neutro, admitiendo que tengan el mismo grado de
probabilidad tanto una como otra hipótesis: la de la pluralidad y la de la
unicidad de las existencias corporales, y veamos de qué lado estarán la razón y
nuestro propio interés.
Ciertas
personas rechazan la idea de la reencarnación por el único motivo de que no les
conviene, diciendo que tienen bastante con una sola existencia y que no
querrían recomenzar otra semejante; conocemos a algunos a quienes el solo
pensamiento de reaparecer en la Tierra los deja enfurecidos. No tenemos sino
una cosa que preguntarles: si creen que Dios les ha pedido su opinión y
consultado su gusto para regir el Universo. Ahora bien, una de dos: o la
reencarnación existe o no existe; si existe, por más que la contradigan, les
será necesario enfrentarla, y Dios no les va a pedir permiso para esto. Nos
parece escuchar a un enfermo decir: He sufrido bastante hoy y no quiero sufrir
más mañana. A pesar de su mal humor, no por eso ha de sufrir menos mañana y en
los días siguientes, hasta que esté curado; por lo tanto, si aquéllos tuvieren
que vivir de nuevo corporalmente, volverán a vivir, se reencarnarán; por más
que se rebelen –como un niño que no quiere ir a la escuela o como un condenado
a la prisión– les será necesario pasar por ello. Semejantes objeciones son
demasiado pueriles para que merezcan un examen más serio. No obstante, les
diremos para tranquilizarlos que lo que la Doctrina Espírita enseña sobre la
reencarnación no es tan terrible como creen, y si la hubieran estudiado a fondo
no estarían tan asustados; sabrían que la condición de esta nueva existencia
depende de ellos mismos; que será feliz o infeliz según lo que hayan hecho en
este mundo, y que pueden
desde esta vida elevarse
tan alto que no tendrán que temer más el volver a caer en el lodazal.
Suponemos
que hablamos con personas que creen en algún futuro después de la muerte, y no
con aquellas cuya perspectiva es la nada o que quieren ahogar el alma en un
todo universal, sin individualidad, como las gotas de lluvia en el océano, lo
que viene a ser casi lo mismo. Por lo tanto, si creéis en un algún futuro, sin
duda no admitiréis que sea igual para todos; de otro modo, ¿dónde estaría la
utilidad del bien? ¿Por qué el hombre habría de contenerse? ¿Por qué no habría
de satisfacer todas sus pasiones, todos sus deseos, aunque fuese incluso a
expensas del prójimo, ya que daría lo mismo? Vosotros creéis que este futuro
será más o menos feliz o infeliz según lo que hayamos hecho durante la vida;
¿tenéis entonces el deseo de ser tan feliz como sea posible, ya que eso debe
ser para toda la eternidad? ¿Tendríais, por ventura, la pretensión de ser uno
de los hombres más perfectos que hayan existido en la Tierra, teniendo así de
repente el derecho a la felicidad suprema de los elegidos? No. De esta manera
admitís que hay hombres que valen más que vosotros y que tienen derecho a un
lugar mejor, sin que por esto estéis entre los réprobos. ¡Pues bien! Colocaos
por un instante con el pensamiento en esa situación intermedia que será la
vuestra –como acabáis de concordar–, y suponed que alguien venga a deciros:
Sufrís, no sois tan feliz como podríais serlo, mientras que tenéis delante
vuestro a seres que gozan de una felicidad sin perturbaciones; ¿queréis cambiar
vuestra posición por la de ellos? –Sin duda, diréis; ¿qué es necesario hacer?
–Muy poco: recomenzar lo que habéis hecho mal y tratar de hacerlo mejor.
–¿Dudaríais en aceptar, aunque fuera a costa de varias existencias de pruebas?
Tomemos una comparación más prosaica. Si a un hombre que, sin estar en la
última de las miserias, sufre no obstante privaciones como consecuencia de la
mediocridad de sus recursos, viniesen a decirle: He aquí una inmensa fortuna
que podréis disfrutar, siendo para esto preciso trabajar rudamente durante un
minuto. Aunque él fuera el más perezoso de la Tierra, dirá sin dudar:
Trabajemos un minuto, dos minutos, una hora, un día si es necesario; ¿qué
importa eso si mi vida va acabar en la abundancia? Ahora bien, ¿qué es la
duración de la vida corporal con relación a la eternidad? Menos que un minuto,
menos que un segundo.
Hemos
escuchado este razonamiento: Dios, que es soberanamente bueno, no puede imponer
al hombre que recomience una serie de miserias y tribulaciones. Por ventura,
¿parecerá que hay más bondad en condenar al hombre a un sufrimiento perpetuo
por algunos momentos de error, que en darle los medios para reparar sus faltas?
«Dos fabricantes tenían cada cual un obrero que podía aspirar a volverse socio
del patrón. Ahora bien, sucedió que ambos obreros emplearon una vez muy mal su
jornada y merecieron ser despedidos. Uno de los dos fabricantes despidió a su
obrero a pesar de sus súplicas, y éste –no habiendo encontrado trabajo– murió
en la miseria. El otro dijo al suyo: Habéis perdido un día, me debéis por esto
una compensación; habéis hecho mal vuestro trabajo, me debéis una reparación; os
permito recomenzar; tratad de ejecutarlo bien y conservarás tu puesto, y
podréis siempre aspirar a la posición superior que os he prometido». ¿Es
necesario preguntar cuál de los dos fabricantes ha sido más humano? Dios, que
es la propia clemencia, ¿sería más inexorable que un hombre? El pensamiento de
que nuestro destino esté para siempre fijado por algunos años de prueba –aun
cuando no siempre dependía de nosotros alcanzar la perfección en la Tierra–
tiene algo de desconsolador, mientras que la idea contraria es eminentemente
consoladora, ya que nos deja la esperanza. De este modo, sin pronunciarnos en
pro o en contra de la pluralidad de las existencias, sin admitir una hipótesis
más que otra, decimos que, si se nos permitiese elegir, no habría nadie que prefiriese
un juicio sin apelación. Un filósofo ha dicho que si Dios no existiese sería
necesario inventarlo para la felicidad del género humano; lo mismo se podría
decir de la pluralidad de las existencias. Pero, como lo hemos dicho, Dios no
nos pide nuestro permiso, no consulta nuestro gusto: esto es o no es; veamos de
qué lado están las probabilidades y enfoquemos la cuestión desde otro punto de
vista, siempre haciendo abstracción de la enseñanza de los Espíritus y
únicamente como estudio filosófico.
Es
evidente que si no existe reencarnación, sólo hay una existencia corporal; si
nuestra actual existencia corporal es la única, el alma de cada hombre es
creada al nacer, a menos que se admita la anterioridad del alma, en cuyo caso
nos preguntaríamos qué era el alma antes del nacimiento, y si este estado no
constituía de alguna forma una existencia. No hay término medio: o el alma
existía o no existía antes del cuerpo; si existía, ¿cuál era su situación?
¿Tenía o no conciencia de sí misma? Si no tenía conciencia, es casi como si no
existiera; si tenía individualidad, ¿era progresiva o estacionaria? En uno o en
otro caso, ¿en qué grado había llegado al encarnar? Según la creencia vulgar,
admitiendo que el alma nazca con el cuerpo o –lo que da lo mismo– que antes de
su encarnación sólo tenga facultades negativas, efectuamos las siguientes
preguntas:
- ¿Por qué el alma muestra aptitudes tan diversas e independientes de las ideas
adquiridas a través de la educación?
- ¿De dónde viene esa aptitud fuera de lo normal que tienen ciertos niños de
corta edad para tal arte o Ciencia, mientras que otros permanecen inferiores o
mediocres durante toda su vida?
- ¿De dónde provienen las ideas innatas o intuitivas que existen en unos y no en
otros?
- ¿De dónde vienen, en ciertos niños, esos instintos precoces de vicios o de
virtudes, esos sentimientos innatos de dignidad o de bajeza que contrastan con
el medio en el cual han nacido?
- Haciendo abstracción de la educación, ¿por qué ciertos hombres son más
adelantados que otros?
- ¿Por qué existen salvajes y hombres civilizados? Si tomáis a un niño hotentote
recién nacido, y lo instruís en nuestros más renombrados liceos, ¿por qué nunca
haréis de él un Laplace o un Newton?
Preguntamos
cuál es la filosofía o la teosofía que puede resolver estos problemas. No cabe
duda: o las almas son iguales al nacer o son desiguales. Si son iguales, ¿por
qué esas aptitudes tan diversas? Se dirá que esto depende del organismo. Pero
entonces es la más monstruosa y la más inmoral de las doctrinas. El hombre no
es sino una máquina, un juguete de la materia; no tiene más la responsabilidad
de sus actos; puede alegar que todo se debe a sus imperfecciones físicas. Si
son desiguales, es que Dios las ha creado así; pero entonces, ¿por qué esta
superioridad innata concedida a algunos? Esta parcialidad, ¿está de conformidad
con la justicia de Dios y con el amor que por igual da a todas sus criaturas?
Al
contrario, admitamos una sucesión de existencias anteriores progresivas y todo
se explica. Los hombres traen al nacer la intuición de lo que han adquirido;
están más o menos adelantados según el número de existencias que han recorrido
y según estén más o menos alejados del punto de partida: exactamente como sucede
en una reunión de individuos de todas las edades, cada uno tendrá un desarrollo
proporcional al número de años que haya vivido; las existencias sucesivas serán
–para la vida del alma– lo que los años son para la vida del cuerpo. Reunid un
día a mil individuos que tengan desde uno a ochenta años; suponed que se arroje
un velo sobre todos los días anteriores y que, en vuestra ignorancia, los
creáis a todos nacidos en el mismo día: naturalmente os preguntaréis cómo es
que unos son grandes y otros pequeños, algunos viejos y otros jóvenes, unos
instruidos y otros todavía ignorantes; pero si la nube que os oculta el pasado
se disipa, si aprendéis que todos ellos han vivido más o menos tiempo, todo os
será explicado. Dios, en su justicia, no podría haber creado almas más
perfectas que otras; pero, con la pluralidad de las existencias, la desigualdad
que vemos nada tiene de contrario con la equidad más rigurosa: es que sólo
vemos el presente y no el pasado. ¿Se basa este razonamiento en un sistema, en
una suposición gratuita? No; hemos partido de un hecho patente e indiscutible:
la desigualdad de las aptitudes y del desarrollo intelectual y moral, y
encontramos este hecho inexplicable por todas las teorías que están en curso,
mientras que la explicación de esto es simple, natural y lógica, a través de
otra teoría. ¿Es racional preferir la que no explica a la que explica?
Con
respecto a la sexta pregunta, se dirá sin duda que el hotentote es de una raza
inferior: entonces preguntaremos si el hotentote es un hombre o no. Si es un
hombre, ¿por qué Dios lo ha desheredado –a él y a su raza– de los privilegios
concedidos a la raza caucásica? Si no es un hombre, ¿por qué tratar de volverlo
cristiano? La Doctrina Espírita tiene más amplitud que todo esto; para ella no
existen varias especies de hombres, sino que hay hombres cuyos Espíritus se
encuentran en mayor o en menor atraso, pero susceptibles de progresar: ¿no está
esto más de acuerdo con la justicia de Dios?
Acabamos
de ver el alma en su pasado y en su presente; si la consideramos en su futuro,
encontraremos las mismas dificultades.
- Si únicamente nuestra
existencia actual debe decidir nuestro destino, ¿cuál será, en la vida futura,
la posición respectiva del salvaje y del hombre civilizado? ¿Se encontrarán en
un mismo nivel o estarán distanciados en lo que respecta a la felicidad eterna?
- El hombre que ha
trabajado toda su vida para mejorarse, ¿está en el mismo nivel que aquel que ha
permanecido inferior, no por su falta, sino porque no ha tenido ni el tiempo ni
la posibilidad para mejorarse?
- El hombre que hace mal
porque no ha podido esclarecerse, ¿es responsable de un estado de cosas que no
dependían de él?
- Se trabaja para
esclarecer a los hombres, para moralizarlos, para civilizarlos; pero por cada
uno que se esclarece hay millones que mueren diariamente antes que la luz los
haya alcanzado; ¿cuál es el destino de éstos? ¿Son tratados como réprobos? En
caso contrario, ¿qué han hecho para merecer estar en el mismo nivel que los
otros?
- ¿Cuál es el destino de
los niños que mueren en corta edad antes de haber podido hacer el bien o el
mal? Si están entre los elegidos, ¿por qué este favor sin haber hecho nada para
merecerlo? ¿Por qué privilegio están exentos de las tribulaciones de la vida?
¿Existe
una doctrina que pueda resolver estas cuestiones? Admitid las existencias
consecutivas y todo se explica de conformidad con la justicia de Dios. Lo que
no se ha podido hacer en una existencia se hará en otra; es así que nadie
escapa a la ley del progreso, que cada uno será recompensado según su mérito
real y que nadie está excluido de la felicidad suprema, a la cual puede
aspirar, cualesquiera que sean los obstáculos que haya encontrado en su camino.
Estas
preguntas podrían multiplicarse al infinito, porque son innumerables los
problemas psicológicos y morales que sólo encuentran solución en la pluralidad
de las existencias; nosotros nos hemos limitado a los más generales. Como
quiera que sea, se dirá quizá que la doctrina de la reencarnación no es
admitida por la Iglesia; que esto sería, entonces, el desmoronamiento de la
religión. Nuestro objetivo no es tratar esa cuestión en este momento; nos basta
con haber demostrado que aquel principio es eminentemente moral y racional. Más
adelante mostraremos que la religión está menos distante de la reencarnación de
lo que tal vez se piensa, y que con ella no sufriría más de lo que ha sufrido
con el descubrimiento del movimiento de la Tierra y de los períodos geológicos
que, a primera vista, han parecido dar un desmentido a los textos sagrados. La
enseñanza de los Espíritus es eminentemente cristiana; se apoya en la
inmortalidad del alma, en las penas y recompensas futuras, en el libre albedrío
del hombre, en la moral del Cristo; por lo tanto, no es antirreligiosa.
Como
lo dijimos, hemos razonado haciendo abstracción de toda enseñanza espírita que,
para ciertas personas, no es una autoridad. Si nosotros –como tantos otros–
hemos adoptado la opinión de la pluralidad de las existencias, no es solamente
porque ella proviene de los Espíritus, sino porque nos ha parecido la más
lógica y la única que resuelve las cuestiones hasta entonces insolubles. Si
hubiese venido de un simple mortal la hubiéramos igualmente adoptado, y tampoco
habríamos dudado en renunciar a nuestras propias ideas; desde el momento en que
un error es demostrado, el amor propio tiene más a perder que a ganar al
obstinarse en una idea falsa. Del mismo modo, nosotros la hubiésemos rechazado
–aunque proviniera de los Espíritus– si nos hubiera parecido contraria a la
razón, como hemos rechazado a tantas otras, porque sabemos por experiencia que
no se debe aceptar a ciegas todo lo que viene de su parte, como tampoco lo que
viene de parte de los hombres. Por lo tanto, nos queda por examinar la cuestión
de la pluralidad de las existencias desde el punto de vista de la enseñanza de
los Espíritus, de qué manera debemos entenderla y, en fin, responder a las
objeciones más serias que se le puedan oponer; es lo que haremos en un próximo
artículo.
Tomado de la Revista Espírita 1858