Dr. Fernando Chaij
Un poderoso monarca absolutista de la antigüedad
acababa de ordenar la muerte de todo el cuerpo de sabios de su imperio, entre
los cuales figuraban los astrólogos, los magos, los encantadores y los
arúspices, que tantas veces habían sido sus consejeros, y que en tantas
oportunidades habían pretendido pronosticar el porvenir. ¿Qué ocurría ahora?
El rey Nabucodonosor, gran artífice del Nuevo
Imperio Babilónico, que inauguró su notable gobierno el año 604 AC, se hallaba
agitado por graves pensamientos relativos al futuro de su imperio. En las horas
de la noche, un sueño impresionante y nítido lo ha dejado profundamente
conmovido. Pero por más que se esfuerza no logra vencer el olvido total que
como un velo misterioso ha cubierto su visión onírica, convoca a sus grandes
hombres para exigir de ellos su significado.
Estos reclaman como condición previa el
relato del sueño, sin lo cual alegan no ser capaces de poner en ejercicio su
supuesta sabiduría. Pero el monarca insiste en que lo ha olvidado totalmente, y
en que ellos deben en primer término reconstruirlo, para luego darle su significado,
evidentemente de carácter político.
Con gran consternación, “los caldeos
respondieron delante del rey – según reza el interesante relato del libro de Daniel
-, y dijeron: “No hay hombre sobre la tierra que pueda declarar el negocio del
rey: además de esto, ningún rey, príncipe ni señor, preguntó cosa semejante a
ningún mago, ni astrólogo, ni caldeo. Finalmente, el negocio que el rey
demanda, es singular, ni hay quien lo pueda declarar delante del rey, salvo los
dioses, cuya morada no es con la carne[1]”.
Esta declaración de los astrólogos de la
corte babilónica del siglo VII AC expresa una verdad inconcusa, indudable. La capacidad
humana tiene sus límites: se les pedía a aquellos hombres una imposibilidad. Solo
Dios está en condiciones de conocer los íntimos pensamientos inexpresados del
hombre, y solo él tiene la capacidad de pronosticar el porvenir.
El rey Nabucodonosor, airado por no conseguir
que alguien le interprete su sueño, ordena la destrucción de todos los sabios
de Babilonia. Cuando este decreto está por ponerse en ejecución, buscan entre
los consejeros reales a Daniel, un joven hebreo que, junto con otros, ha sido
traído de Judea en una reciente expedición conquistadora del monarca, y es
educado en la corte para servir más tarde en los negocios públicos.
Enterado que fue este hombre del motivo de la
orden real, se presenta con toda confianza ante Nabucodonosor y promete
resolver el problema, pero solicita tiempo. “Fuese luego Daniel a su casa –
sigue afirmando el relato bíblico - … para demandar misericordia del Dios del
cielo sobre este misterio… Entonces el arcano le fue revelado a Daniel en
visión de noche; por lo cual bendijo a Daniel el Dios del cielo[2]”.
Cuando el joven vidente aparece en la presencia de
Nabucodonosor, éstas son sus palabras:
“El misterio que el rey demanda, ni sabios,
ni astrólogos, ni magos, ni adivinos lo pueden enseñar al rey. Más hay un Dios
en los cielos, el cual revela los misterios, y él ha hecho saber al rey
Nabucodonosor, lo que ha de acontecer al cabo de días… Y a mí es revelado este
misterio, no por sabiduría que en mí haya más que en todos los vivientes, sino
para que yo notifique al rey la declaración[3]”.
Estas palabras, desde luego, despiertan la
ávida expectativa del gobernante, que se dispone a escuchar con atención cada
palabra de este hombre extraordinario, máxime cuando asevera que la fuente de
la revelación que está por hacer es Dios mismo, con quien se ha comunicado.
“Tú, oh rey – empieza Daniel diciendo –
veías, y he aquí una grande imagen. Esta imagen, que era muy grande, y cuya
gloria era muy sublime, estaba en pie delante de ti, y su aspecto era muy terrible”.
Nabucodonosor asiente con gran satisfacción,
y una débil sonrisa ilumina su rosto hasta ahora torvo. Su confianza en el
profeta va creciendo, porque ya está realizando la parte que parecía imposible:
está reconstruyendo el sueño.
“La cabeza de esta imagen – prosigue el profeta
– era de fino oro; sus pechos y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos,
de metal (bronce); sus piernas de hierro; sus pies, en parte de hierro y en
parte de barro cocido.
“Estabas mirando, hasta que una piedra fue
cortada, no con mano, la cual hirió a la imagen en sus pies de hierro y de
barro cocido, el metal, la plata y el oro, y se tornaron como tamo de las eras
del verano: y levantólos el viento, y nunca más se le halló lugar. Más la
piedra que hirió a la imagen, fue hecha un gran monte, que hinchió toda la
tierra – y Daniel subraya la seguridad con que se expresa con esta otra frase
-. Este es el sueño, la declaración de él diremos también en presencia del rey[4]”.
La alegría del joven monarca, que se trasunta
en su rostro, es apenas frenada por la ansiedad con que espera la
interpretación de su sueño. No le cabe duda alguna de que esa interpretación
será fidedigna, porque la reconstrucción precisa de la visión misma ha sido absolutamente
fiel, aún en sus detalles.
“Tú, oh rey, eres rey de reyes – continúa el
profeta … tú era aquella cabeza de oro[5]”.
No podía ser más halagador para el tirano
aquel comienzo de la interpretación profética. Además, concuerda cabalmente con
la realidad. Babilonia, después de la caída de Nínive, había llegado a ser la
indiscutida capital del mundo, y el imperio que regía se extendía por todos los
ámbitos del Asia occidental, la parte de la tierra entonces civilizada. El brillo,
la opulencia y la grandiosidad de aquella potencia se habían logrado mayormente
merced a la destacada actuación de Nabucodonosor.
Nadie, en ese momento, se atreve a pensar que
aquel floreciente y glorioso imperio de oro podía llegar pronto a su fin. Pero Daniel
prosigue con toda certidumbre y dignidad:
“Después de ti se levantará otro reino menor
que tú[6]”,
así como la plata del pecho y los brazos seguían al oro de la cabeza.
La historia confirmó el cumplimiento de ese
pronóstico. Unos sesenta años después que Daniel hablara de esta suerte, en
días en que Babilonia se había debilitado mucho, la ciudad fue tomada por
asalto. El hecho ocurrió a manos el general Ciro, que encabezó bien pronto el
imperio persa – representado por la plata -, y que sucedió a la áurea
Babilonia.
Pero Daniel prosigue con su interpretación: “Y
(se levantará) otro tercer reino (que corresponde al bronce del vientre y los
muslos), el cual se enseñoreará de toda la tierra[7]”. En
cumplimiento de esta parte, Persia, después de ocupar el escenario como una
potencia de proyección mundial, cayó también ante el arrollador empuje de Alejandro
Magno, monarca de la fase helenística de la historia de Grecia. Alejandro, como
sabemos, uno de los más destacados genios militares de todos los tiempos, se
lanzó a una carrera de conquista que más parecía una excursión que una campaña
militar, por la rapidez con que fue realizada. Toda el Asia Menor, Fenicia,
Palestina, Egipto, Mesopotamia, Persia, fueron cayendo con extraordinaria
celeridad, y los ejércitos de Alejandro llegaron hasta los límites de la India.
Con esto queda visto el asombroso
cumplimiento de las tres primeras etapas, que cubrían más de cinco siglos de
historia. Cuando Daniel llega en su explicación al cuarto reino, el de las
piernas de hierro, declara: “Y el cuarto reino será fuerte como hierro; y como
el hierro desmenuza y doma todas las cosas, y como el hierro que quebranta
todas estas cosas, desmenuzará y quebrantará[8]”.
¿Quién es este cuarto reino? Surge en nuestra mente, con fuerza de evidencia,
la férrea imagen del imperio romano, que sucede al efímero imperio helenístico
de Alejandro. En Roma todo era de hierro: su organización latamente
militarizada; su disciplina rigurosa; sus armas; su yugo sobre los vencidos. En
poco tiempo Roma llegó a ser el formidable imperio que cubría una vastísima
extensión, la que iba desde el África hasta Inglaterra, y desde España hasta
Persia.
Pero según la profecía, Roma tampoco sería
eterna. ¿Cuál sería su fin? Daniel responde: “Y lo que viste de los pies y los
dedos… el reino será dividido[9]”. Así
como las piernas rematan en diez dedos, aquel imperio mundial donde no se ponía
el sol sería también del todo destruido y fragmentado.
Efectivamente. Durante los siglos IV y V DC,
el imperio había entrado en una época de debilidad y de corrupción, que
coincidió con las invasiones bárbaras de los pueblos germánicos. En sucesivas
andanadas, estas invasiones terminaron por vencer y someter a Roma, produciendo
la disolución del imperio y el establecimiento de una serie de monarquías en
que se fue conjugando la población romana con los pueblos invasores, para dar
nacimiento a las principales naciones europeas: los francos (Francia), los
burgundios (en Suiza), los anglo-sajones (en Inglaterra), los alemanes (en
Alemania), los suevos (en Portugal), los visigodos (en España), los lombardos (en
Italia), etc.
Pero hay un elemento de esta profecía que es
de un carácter tan preciso, y que se fue concretando de manera tan admirable a
través de toda la historia a partir de la división de Roma, que conviene
destacarlo en forma especial. Daniel, en su interpretación, realiza el atrevido
pronóstico: “Cuanto a aquello que viste, el hierro mezclado con el tiesto de
barro, mezclaránse con simiente humana (los diez reinos), más no se pegarán el
uno con el otro, como el hierro no se mistura con el tiesto[10]”.
Hay aquí una doble declaración: 1°) las
potencias europeas harían constantes esfuerzos para unirse de nuevo,
recurriendo aún al expediente de mezclarse con simiente humana, es decir, de
entrar en alianzas matrimoniales con miras a la reconsolidación; como notable
cumplimiento de esta predicción, las casas reinantes de Europa a comienzos de
nuestro siglo, se hallaban íntimamente emparentadas. Pero 2°) “No se pegarán”. Y
estas tres palabras sentenciosas han marcado el rumbo de la historia a partir
de la división de Roma. El que maneja las riendas del poder daba su fallo: no
habría más imperios mundiales. A pesar de las tentativas que se hicieran, el ex
imperio romano, o sea Europa, no volvería a unirse.
En cumplimiento de estas tres palabras
proféticas, resultaron fallidos todos los esfuerzos para construir un gran
imperio: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, el káiser de la Alemania de la primera
guerra, Hitler: todos estos nombres han pasado a la historia como símbolos de
esfuerzos fracasados en ese sentido. Tampoco el proyecto de los Estados Unidos
de Europa iba a prosperar para la amalgamación política de los países del viejo
continente. Así como el hierro no se mezcla ni se amalgama con el barro cocido,
tampoco volverían a pegarse los viejos fragmentos. ¡La profecía bíblica lo
había dispuesto hacía 25 siglos!
¡2.500 años de historia bosquejados y
maravillosamente cumplidos! Solo la presciencia de Aquel que rige los destinos
del mundo, y en cuyas manos está la suerte de las naciones, podía hacer
semejante anticipación, y solo el libro maravilloso cuyos mensajes fueron
recibidos por revelación divina, podía haber registrado estas profecías.
Pero falta aún el desenlace el drama humano. Mientras
el atónito monarca sigue con honda concentración la interpretación del vidente,
éste corona su discurso con la más asombrosa declaración.
Ya en la descripción Daniel ha dicho: Estabas
mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, la cual hirió a la
imagen en sus pies de hierro y de barro cocido y los desmenuzó. Entonces fue también
desmenuzado el hierro, el barro cocido, el metal, la plata, el oro, y se
tornaron como tamos de las eras del verano: levantólos el viento, y nunca más
se les halló lugar. Más la piedra que hirió a la imagen, fue hecha un gran
monte, que hinchió toda la tierra[11]”.
Y al interpretar este episodio final en que
culmina el relato, dice Daniel. “En los días de estos reyes (es decir en los
días de las naciones europeas), levantará el Dios del cielo un reino que nunca
jamás se corromperá; y no será dejado a otro pueblo este reino; el cual
desmenuzará y consumirá todos estos reinos, y el permanecerá para siempre. De la
manera que viste que del monte fue cortada una piedra, no con manos, la cual
desmenuzó el hierro, al metal, al tiesto, a la plata y al oro; el gran Dios ha
mostrado al rey lo que ha de acontecer en lo porvenir: y el sueño es verdadero,
y fiel su declaración[12]”.
Estos versículos establecen que en breve
todas las potencias de la tierra han de ser desmenuzadas y pulverizadas, por la
intervención de una piedra majestuosa desprendida del monte. Ninguna nación moderna
ha de volver a regir el mundo con vara de hierro, porque Dios ha puesto límite
a la ambición de los dictadores y los totalitarismos. En cambio, ocurrirá un
suceso extraordinario que pondrá punto final a la historia de la tierra con sus
dolores y angustias, para inaugurar un reino nuevo y feliz.
Tomado del libro “Potencias Supranormales que actúan en la vida humana” del Dr.
Fernando Chaij. Ediciones Interamericanas, 1963. Páginas 125 a 131.
[1] Daniel, cap. 2, vers. 10 y 11.
[2] Daniel 2, 17 a 19.
[3] Daniel 2, 27 a 30.
[4] Daniel 2, 31 a 36.
[5] Daniel 2, 37 a 38.
[6] Daniel 2, 39.
[7] Daniel 2, 39.
[8] Daniel 2, 40.
[9] Daniel 2, 41.
[10] Daniel 2, 43.
[11] Daniel 2, 34 y 35.
[12] Daniel 2, 44 a 46.
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