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Todos los seres humanos, en algún
momento de nuestra vida, y atendiendo a las circunstancias, hemos sentido el
gusanito de los celos. Dentro de la inferioridad que manejamos en un planeta
como el nuestro, podríamos decir que es algo normal, a pesar de ser un estado
emocional negativo, sin embargo, muchas veces la forma intensa e irracional con
que celamos, convierten las relaciones en un grave problema de convivencia que,
generalmente, acaba con las relaciones afectivas, afectando en mayor o menor
grado, a las personas implicadas.
Los celos, desde la óptica de las
ciencias psicológicas, es considerada una enfermedad psíquica, que “consiste en
ideas pensamientos, impulsos o imágenes que no se logran quitar de la mente.
Entran ahí de modo prepotente y se perciben como algo extraño que escapa al
control. Van más allá de un simple pensamiento no deseado que al final
desaparece[1]”.
En el caso de los celos
patológicos, estos representan un fenómeno complejo de la personalidad, que afecta
la estabilidad emocional del individuo que lo padece, llevándolo a niveles de
ansiedad e inseguridad tal, que le impide racionalizar con equilibrio, sus
pensamientos. En ese tormentoso estado, el hombre, “fija su identidad en la
necesidad de lo que denomina amor y se proyecta, inconscientemente, sobre la
persona que dice amar, se le impone con ansiedad irrefrenable, en terrible
desarmonía interior[2]”.
La causa de este tipo de
enfermedad psíquica, es la falta de madurez psicológica del ser, entendiendo
que esta reencarnación es la sumatoria de las diferentes experiencias del ayer,
que pesan sensiblemente en su inconsciente, lo cual, a su vez, termina por
generar conflictos, obsesiones y ansiedades, en sus relaciones interpersonales
y en particular las de pareja.
Hay algo que es importante
considerar en relación a los celos, pues muchas veces, de forma errónea, hemos
escuchado que se cela a la pareja, porque se ama, situación que está lejos de
ser una expresión del amor, por el contrario, representa estados de inseguridad
del ser y una demostración de fracaso en el manejo de sus emociones; como
asegura la autora espiritual Juana de Ángelis, “el Espíritu inmaduro, sometido
por desvíos del comportamiento en existencias pasadas, renace con el sistema
emocional señalado por marcas infelices[3]”.
En este orden de ideas, comprendiendo
las herencias del pasado y la forma en que ese pasado repercute en nuestra vida
presente, se hace necesario la educación de nuestras emociones partiendo de la
necesidad de aceptarnos tal como somos, con nuestras limitaciones, pero con
algo fundamental e importante para nuestro futuro espiritual, la perfectibilidad
que estamos en capacidad de desarrollar trabajando en nuestra reforma moral.
Sabemos, que “la existencia
física tiene por meta el perfeccionamiento de los valores espirituales que
yacen latentes en el ser humano, que adquiere sabiduría y paz, de modo que
pueda disfrutar de la salud integral”; de ahí el por qué “trabajar la emoción,
reflexionar en torno a los propios sentimientos y a los del prójimo constituyen
una saludable psicoterapia para la adquisición de la confianza en sí mismo y de
los demás[4]”.
[1] Madurez psicológica y
espiritual. Wenceslao Vial. La obsesión y la compulsión, pág. 194. Ediciones
Palabra, Madrid – España. 3ª. Edición.
[2] Juana de
Ángelis/Divaldo Franco. El Ser Consciente. Ser y persona, pág. 45. Ediciones
Juana de Ángelis, Buenos Aires – Argentina. 1997.
[3] Juana de
Ángelis/Divaldo Franco. Conflictos existenciales, Celos, pág. 70. Ediciones Juana de Ángelis, Buenos Aires – Argentina. 2005.
[4] Ibidem, pág. 71.
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