martes, 16 de junio de 2020

EL NIÑO QUE TUVO DOS VIDAS

Eduardo Cabrero, el niño que tuvo dos vidas.


Ha habido dos casos verdaderamente extraordinarios. Uno de los más asombrosos y contrastados es, sin duda, el del pequeño Eduardo Cabrero, conocido como “el niño que tuvo dos vidas”. Ocurrió en 1950 en la población de Nuevitas, en la bella isla de Cuba, y fue investigado por un equipo de psicólogos y parapsicólogos americanos miembros de la ASPR (American Society for Psychical Research). Determinaron que era uno de los casos “sugestivos de reencarnación”.

La historia empezó en un suburbio de la ciudad de La Habana. El pequeño Eduardo Cabrero, de tres años de edad, a consecuencia de un golpe fortuito en la cabeza mientras jugaba, empezó a recordar hechos ocurridos en una vida anterior. Lo explicó a sus padres, Rubén y Juanita Cabrero. Al principio la familia no se lo tomaba en serio, pero conforme fue pasando el tiempo el niño se convirtió en un torrente de información de cuando era otro niño que se llamaba Pancho Seco. Las explicaciones de sus vivencias anteriores eran tan sencillas y tan obsesivas para el niño que acabaron llevándolo al médico.

La muerte del niño

       El pequeño Eduardo explicó al médico como era su vida anterior y la noche en que murió. Contó que a la edad de trece años se había puesto enfermo y que ante la gravedad del caso acudió a buscarlo una ambulancia. Mientras lo trasladaban al hospital murió. También explicó el sentimiento que le produjo su muerte. Sentía la cabeza y el cuerpo muy cansados y cómo se hundían poco a poco en la camilla de la ambulancia. Su vista se fijaba en la luz diurna que se filtraba por la ventanilla. Paulatinamente, dicha luz fue perdiendo intensidad hasta que una especie de nube se interpuso entre ella y sus ojos.

Estación del ferrocarril de Nuevitas.

       Así, el niño relató cómo fueron debilitándose sus facultades perceptivas a los estímulos externos hasta morir. Eduardo aseguró que en aquellos momentos no sentía angustia alguna por dejar la vida. Únicamente tristeza por las personas que dejaba en este mundo. La transición a la muerte fue un paso gradual hacia la felicidad total que se produjo al encontrarse con la luz que lo envolvió todo, la energía. Cuando el niño llegó al hospital, ya había muerto.

Terapia de choque
      
       El pequeño Eduardo continuó suministrando información ante los atónitos ojos de sus confundidos padres. Explicó que en su otra vida se llamaba Pancho Seco, que había vivido en la calle Campanario de la aldea Nuevitas. Allí estaba su casa y su familia, compuesta por padre, madre y dos hermanos. Habló del tipo de vida que llevaba con esta familia, de clase social muy baja y de lo mucho que le gustaba montar bicicleta.

       Ante el sufrimiento de los actuales padres y la impotencia del médico, éste aconsejó que la mejor forma de acabar con todo sería la terapia de choque. Es decir, afrontar los hechos e ir al lugar citado y comprobar si era o no una realidad. Solo así terminaría esta extraña historia. La reencarnación es imposible, sentenció el médico, y, a su entender, todo era una especie de cuento infantil con el que había que terminar cuanto antes por el propio beneficio del niño.

       El primer fin de semana que les fue posible, el matrimonio Cabrero se trasladó con Eduardo a Nuevitas.  Una vez allí el pequeño fue recordando los lugares donde habían tenido lugar sus vivencias. Recorrieron las calles sin decir nada, guiados por la mano de su propio hijo, quien les condujo hasta la calle del Campanario.  El niño se soltó de la mano y echó a correr hasta llegar al número 69 donde gritó: ¡Ésta es mi casa! Llamaron a la puerta, pero nadie contestó. No había nadie en casa. Tampoco figuraba nombre alguno en el buzón.

       Evidentemente Rubén Cabrero tuvo la certeza de que su hijo conocía perfectamente el pueblo de Nuevitas, sus calles, e incluso las tiendas por donde pasaba. Sin embargo, Eduardo nunca había estado en ese lugar. Según el niño, lo conocía todo porque hasta los 13 años se paseaba en bicicleta por las calles haciendo recados para su padre.

Investigadores psíquicos

       Unos días después, ya en La Habana, el propio médico aconsejó a la familia Cabrero que se dirigieran a la ASPR. Así lo hicieron, y una vez relatado el caso por los padres, los especialistas quisieron corroborar los hechos de boca del pequeño Eduardo, quien nuevamente insistió en la extraordinaria historia de su vida anterior.

       Según los informes elaborados por la investigación, quedó bien claro que el niño, a raíz de un fuerte golpe en la cabeza a los tres años, empezó a tener conocimiento de su otra vida. Se llamaba Pancho Seco y vivía en la calle Campanario 69 de Nuevitas y que murió de una enfermedad a los trece años. Los psicólogos comprobaron los datos a través de los organismos territoriales correspondientes y ciertamente se confirmó la existencia de la familia Seco en ese lugar. Habían tenido varios hijos y uno de ellos había muerto cuatro años antes víctima de una insuficiencia respiratoria. Los investigadores psíquicos se encontraban ante un potencial caso de reencarnación.

Buceando por la otra vida

       Los mismos investigadores sometieron al niño a sesiones de hipnosis. Bajo ese estado efectuaron experiencias de regresión en el tiempo hasta mucho antes de su nacimiento. Con este método y en sesiones semanales el pequeño Eduardo fue activando sus recuerdos profundos y suministró mucha información de gran valor testimonial.

       De esa forma supieron que su anterior padre, de nombre Pedro, trabajaba en Correos. Su madre se llamaba Amparo y ambos eran cuarterones (mezcla entre raza mestiza y blanca), aunque según palabras del niño: “la madre tenía la piel blanca y el pelo muy negro”. Supieron que esta familia tenía tres hijos, la mayor era una chica que se llamaba Mercedes, el mediano, Pancho, era él y, por último, el pequeño Juan.

Amparo, la madre de Pancho Seco.

       Eduardo contó diversos aspectos de su vida: su condición social humilde; las tiendas donde iba a comprar acompañado de su mamá; la bicicleta azul que tenía su padre para ir a trabajar y que él utilizaba para hacer los recados; los amigos del barrio y un buen número de detalles de todo tipo. Con todo ellos los investigadores pudieron elaborar un completo informe sobre la vida cotidiana de la familia Seco.

       Paralelamente, todos esos datos fueron comprobados y contrastados con la realidad histórica, y analizados bajo todas las perspectivas posibles. Se aseguraron de que Eduardo no obtuviera esta información por algún mecanismo extrasensorial procedente de otra mente que se la estuviera suministrando.

       Cuando se contactó con la familia Seco, confirmaron punto por punto todas las cuestiones reveladas por el pequeño. Consecuentemente, el hecho provocó un trastorno emocional en la anterior madre, Amparo. No podía creerse que el tan llorado hijo muerto, hubiera vuelto a la vida bajo otro cuerpo y menos aún que este les recordara.

       El niño estuvo hasta los cinco años suministrando información. Finalmente, los científicos confirmaron 53 datos o puntos concretos sobre la existencia de un muchacho llamado Pancho Seco que murió a los 13 años de edad, que resultaron ser rigurosamente exactos. Llegado este punto, se hizo necesario contactar a Eduardo, el niño actual, con la madre anterior, Amparo Seco, y así provocar una catarsis emocional con objeto de estudiar sus reacciones. Para hacerlo, solicitaron permiso a los padres actuales, que lo que querían, tras dos años angustiados y confundidos, era acabar definitivamente con la pesadilla de la reencarnación.

La prueba de fuego

Informaron la a la familia Seco de lo que pretendían hacer y, algo confusa, la madre se prestó a colaborar con la investigación. Los psicólogos le dieron las oportunas instrucciones de lo que debía hacer: mezclarse con la gente, la mayoría mujeres, en un mercado público un día y una hora determinados. Solo tenía que esperar al pequeño Eduardo sin hacer absolutamente nada, y cerciorarse si era capaz o no de reconocer a su hijo muerto y constatar si su hijo “anterior” la reconocía a ella.

Nuevitas, ciudad protagonista de esta asombrosa historia, está situada en la costa septentrional de la provincia de Camaguey, Cuba. Sobre estas líneas, una calle típica de la Habana vieja.

Una semana después, miembros del grupo de investigación que no habían estado en contacto con el pueblo ni con los padres se trasladaron a Nuevitas acompañando a Eduardo. Iba a tener lugar la concluyente “prueba de fuego”. En la población montaron un dispositivo de observación y seguimiento a través de instantáneas fotográficas y grabación fonográfica de todo cuanto iba a suceder.

La mañana elegida situaron al niño (que ya tenía cinco años) en la entrada del pueblo y dejaron que los guiara. Ocurrió exactamente lo mismo que la otra vez, les llevo directamente a su casa. Por el camino iba saludando a muchas personas de las que conocía su nombre y profesión. Los científicos sabían que lo que estaban presenciando era totalmente imposible, porque el niño no había visto nunca antes a esas personas.

Le indicaron que buscara a su madre por lo lugares donde ella iba a comprar. Encamino sus pasos hacia el mercado, que era una calle llena de tenderetes al aire libre. Estaba atestada de gente, fundamentalmente mujeres, y el niño se fue abriendo paso entre los vendedores de papaya, yuca, plátano y mango que formaban la multitud. De repente, aceleró el paso y se plantó frente a una señora de mediana edad que estaba conversando con otras mujeres del mercado y que intentaba pasar inadvertida. Era Amparo Seco.

Inmediatamente, el pequeño Eduardo levantó la mano y apuntando con el dedo a la mujer gritó: ¡Esta es mi otra madre! La señora amparo se volvió, miró a al niño que la estaba señalando, y no encontró ningún signo externo que le recordara a su hijo fallecido. El niño, sin embargo, la siguió mirando fijamente. Mientras sus miradas se entrecruzaban, un sentimiento de congoja se fue apoderando de la mujer. Algo en su interior le decía que este niño tenía alguna relación con ella, pero no acertaba a descubrir cuál. Momentos después, Amparo Seco, atónita y sin poder soportar más esa extraña situación, se marchó precipitadamente del lugar con los ojos humedecidos.

Conclusión

Psicológicamente se había producido una transferencia emocional entre las dos personas, debido a algún tipo de estimulación extrasensorial, algo que suministró información subliminal y que va más allá del mundo racional puramente sensorial. Los científicos admitieron que Eduardo era el único que podía reconocer, entre una multitud de mujeres, a su anterior madre ya que solamente él tenía conocimiento de haber tenido otra vida.

Hoy, en 1994, después de transcurridos unos 35 años de esta experiencia, muchos de los protagonistas del suceso han muerto, pero el pequeño “Pancho Seco” convertido en don Eduardo Cabrero sigue vivo.

En cuanto a los psicólogos y parapsicólogos que intervinieron en la investigación la mayoría ha fallecido. Sin embargo, existen todos los informes que redactaron a partir de las experiencias realizadas con un niño de cinco años. Aunque es una historia verdaderamente espectacular, no debemos olvidar que, en la mente, solo la realidad supera a lo fantástico.


Tomado de: Enciclopedia de Parapsicología y Ciencias Ocultas
Editorial Salvat. Tomo I.

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