miércoles, 8 de enero de 2020

SEMBLANZA ESPÍRITA



Por: Ana Fuentes de Cardona

Si fuera posible preguntarle a Abraham cuál habría sido en su vida el dolor más grande y su mayor alegría en el tiempo que vivió, él respondería: “El momento en que, recibiendo la orden divina, me vi caminando con mi amado hijo Isaac hacia el monte donde habría de sacrificarle… Mi corazón se comprimió de dolor y sentí que en el brotaban gotas de sangre semejando lágrimas; la respiración entrecortada me impedía dar pasos firmes, tambaleante casi, sin soltar la manecita del hijo amado, llegué al sitio señalado y dispuse lo concerniente al horrible sacrificio. Era una prueba, una prueba máxima de obediencia a Jehová y, cuando me disponía a consumar el hecho doloroso se dio a mi frente la resplandeciente claridad que me inundó de felicidad el alma. El ángel del Señor detenía mi mano temblorosa, el cielo se inundó de colores en ráfagas luminosas, mi pecho se ensanchó de felicidad y alcé los ojos para bendecir el todopoderoso”.

Cuando a Moisés se le preguntó sobre su mayor sufrimiento y su momento más dichoso, él contestó: “Cuando la cesta que mi madre cuidadosamente preparó con amor para evitar mi ahogamiento en las aguas del Nilo viajó con violenta turbulencia, sentí un gran susto que me mantuvo en suspenso por largo rato sin saber exactamente que sucedía; me sentí desdichado, sentí el atajo de gruesas fibras que en movimiento lento me fueron como arrinconando hacia un ligar en donde altas cañas me detuvieron y la sombra proyectada por las airosas palmas que cubrían el sitio, me proporcionaron agradable penumbra y una suave brisa penetraba por los estrechos vacíos del tejido laborioso de la madre amada, que me permitió respirar”.

“El susurro de voces que se acercaron a mí, me mantuvo a la expectativa y la sorpresa. Por inmensa claridad y suave brisa me envolví ante las miradas expresivas y las palabras amorosas que las acompañantes de una princesa singular me descubrieron entre angustiado y sonriente, comprendiendo en ese instante que otra madre tierna y bella me tomaba entre sus brazos. La protección que viví en ese instante me hizo sentir, en el fondo de mi alma, que mi vida había escapado de la odiosa furia de aquel faraón celoso de la expansión hebrea en su terreno egipcio, sometiendo a la más infame agonía a muchos seres. Mi felicidad se dio integra porque comprendí en esa increíble situación que el Dios de los hombres me dotaba de su amor infinito, un destino insospechable, que contaba con la grandeza de su poder para convertirme en instrumento de su gran amor”.

Cuando a Saulo de Tarso se le preguntara por su momento más sufrido en la vida que le tocó llevar y el instante más feliz que llenó su corazón de dicha y comprensión que le permitió sopesar su errónea carga conciencial, él diría: “El momento de mayor tristeza que oprimió mi corazón fue en Damasco cuando en persecución de Ananías, mi caballo falló en su pisada y fui a dar al suelo, impresionado al mismo tiempo por la extraña luminosidad que hacia mí se acercaba, y la pregunta viva y resonante en mis oídos: “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?”, penetrando en la profundidad de mi corazón y no podía creer en la grandeza divina que me rodeaba, pero de la caída experimenté confusión y dolor profundo porque viví el estremecimiento conciencial y pregunté: “¿Quién eres tú, Señor?”

-             “Soy yo, Jesús, a quien tú persigues”. El dolor embargó mi alma y la ceguera selló mi vista ocasionándome tormento tal que perdí el raciocinio momentáneamente y me sentí envuelto en mi mayor desgracia, fue más tarde cuando vino a mí el varón a quien buscaba para matarlo, Ananías, quien sorpresivamente, como cumpliendo un mandato misericordioso, puso sus manos en mis ojos, devolviéndome la claridad visual, mientras sus palabras sensatas y fraternales me llenaron de profunda alegría producida por la bondad infinita con que me cubrió en aquel momento dichoso”.

Si se le preguntara a Jesús, el Cristo, cuál fue su momento más doloroso y cuál el más feliz en su vida misionera de tan altos alcances acerca del hombre en la Tierra, él respondería: “El momento más triste en el que mi corazón se oprimió, fue aquel en que, aun sabiéndolo de antemano, Pedro mi amado discípulo, me negó tres veces y la pasión dolorosa que siguió a esta negación que me llevó al trato bárbaro que terminó en la cruz, sumando el odio a la maldad de los hombres”.

Mi momento feliz fue aquél en que pude encomendar a mi madre, a mi santa madre, en Juan, el discípulo que más me comprendió, la protección amorosa hacia la humanidad que siempre amé, y cuando rogué a mi Padre Eterno con las palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen…”.


Extraído del Boletin Espiritista, No. 43
Sociedad Espiritista de Cartagena

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