No terminaremos este estudio de la vida en el
espacio, sin indicar, de una manera somera, de acuerdo con qué reglas se
efectúa la reencarnación. Todas las almas que no han podido emanciparse de las
influencias terrenales deben renacer en este mundo para trabajar en él por su
mejoramiento; éste es el caso de la inmensa mayoría. Como las demás fases de la
vida de los seres, la reencarnación está sometida a leyes: el grado de pureza
del periespíritu y la afinidad molecular que determinan la clasificación de los
espíritus en el espacio fijan también las condiciones de la reencarnación. Los
semejantes se atraen. En Virtud de esta ley de atracción y de armonía, los
espíritus del mismo orden, de caracteres y de tendencias análogas, se
aproximan, se siguen a través de sus múltiples existencias, se encarnan en
conjunto y constituyen familias homogéneas.
Cuando la hora de reencarnar ha llegado, el
espíritu se siente arrastrado por una fuerza irresistible, por una misteriosa
afinidad, hacia el ambiente que le conviene. Es ésta una hora de angustia más
temible que la de la muerte. En realidad, la muerte no es más que la liberación
de los vínculos carnales, la entrada en una vida más libre, más intensa. La
encarnación, por el contrario, es la pérdida de esa vida de libertad, un
aminoramiento del ser mismo, el paso de los claros espacios a la prisión
oscura, el descendimiento a un abismo de lodo y de miseria donde el ser será
sometido a necesidades tiránicas y sin número. Por eso es por lo que el
disgusto, el espanto, el anonadamiento profundo del espíritu, en el umbral de
este mundo tenebroso, son fáciles de concebir: es más penoso, es más doloroso
renacer que morir.
* * * *
La reencarnación se produce por un
aproximamiento graduado, por una asimilación de las moléculas materiales en el
periespíritu, la cual se reduce, se condensa, se hace pesada progresivamente,
hasta que, por una asociación suficiente de la materia, constituye una
envoltura carnal, un cuerpo humano.
El periespíritu desempeña así el papel de un
molde fluídico, elástico, que presta su forma a la materia. De ahí se deducen,
en su mayor parte, las condiciones fisiológicas del renacimiento. Las
cualidades o los defectos del molde reaparecen en él cuerpo físico, que no es,
en la mayoría de los casos, sino una fea y grosera copia del periespíritu.
En cuanto comienza la asimilación molecular
que ha de dar nacimiento al cuerpo, la turbación sobrecoge al espíritu; una torpeza,
una especie de aniquilamiento le invade poco a poco. Sus facultades se velan,
una tras otra; su memoria se desvanece y su conciencia se duerme. El espíritu
queda como sepultado bajo una espesa crisálida.
Entregada a la vida terrena, durante un largo
período, el alma deberá preparar el organismo nuevo, adaptarlo a las funciones
necesarias. Sólo después de veinte o treinta años de tanteos, de esfuerzos
instintivos, recobrará el uso de sus facultades, disminuidas, por cierto, por
la materia, y podrá, con más resolución, hacer la travesía peligrosa de la
existencia. El hombre poco esclarecido llora y se lamenta sobre las tumbas
-esas puertas abiertas hacia el infinito-. Familiarizado con las leyes de
arriba, para las cunas debería reservar su piedad. El vagido del niño que acaba
de nacer, ¿no es como la queja del espíritu ante las tristes perspectivas de la
vida?
Las leyes inflexibles de la naturaleza, o,
más bien, los efectos que resultan del pasado del ser deciden su reencarnación.
El espíritu inferior, ignorante de estas leyes, despreocupado de su porvenir,
sufre maquinalmente su suerte y vuelve a ocupar su puesto en la tierra bajo el
impulso de una fuerza que no trata siquiera de conocer. El espíritu avanzado se
inspira con los ejemplos que le rodean en la vida fluídica, recoge las
advertencias de sus guías espirituales, sopesa las condiciones buenas o malas
de su reaparición en este mundo, prevé los obstáculos y las dificultades del
camino, se traza un programa y adopta enérgicas resoluciones para realizarlo. No vuelve a descender a la carne sino seguro de contar con el apoyo de los
invisibles, seguro de que le ayudarán a realizar su nueva tarea. En este caso,
el espíritu no soporta exclusivamente el peso de la fatalidad. Su elección
puede ejercerse dentro de ciertos límites, de manera que se acelere su marcha.
Por esto, el espíritu esclarecido escoge con
preferencia una existencia laboriosa, una vida de lucha y abnegación. Sabe que,
gracias a ella, su adelanto será más rápido. La tierra es el verdadero purgatorio.
Es preciso renacer y sufrir para despojarse de los vicios, para borrar las
faltas o los crímenes del pasado. De ahí las enfermedades crueles, largas y
dolorosas, y la pérdida de la razón.
El abuso de las elevadas facultades -el
orgullo, el egoísmo- se expía con el renacimiento en organismos incompletos, en
cuerpos deformes y sufrientes. El espíritu acepta esta inmolación pasajera,
porque constituye a sus ojos el pago de la rehabilitación, el Único medio de
adquirir la modestia y la humildad; consiente en privarse momentáneamente del
talento, de los conocimientos que constituyeron su gloria; consiente en
descender a un cuerpo impotente, dotado de órganos defectuosos, y en
convertirse en un objeto de irrisión o de piedad.
Respetemos a los idiotas, a los achacosos y a
los locos. ¡Que el dolor sea sagrado para nosotros! En esos sepulcros de carne,
un espíritu vela y sufre, pues en su personalidad íntima tiene conciencia de su
miseria y de su abyección. Temamos nosotros mismos merecer su suerte por nuestros
excesos. Pero esos dones de la inteligencia, que el alma abandona para
humillarse, volverá a recobrarlos a la muerte, porque constituyen su propiedad,
sus bienes, y nada de cuanto adquirió mediante sus esfuerzos puede perderse ni
aminorarse. Los recobrará, y, con ellos, las cualidades, las virtudes nuevas
recogidas en el sacrificio y que formarán su corona de luz en el seno de los
espacios.
Así, pues, todo se paga y todo se rescata.
Los pensamientos, deseos culpables tienen sus consecuencias en la vida fluídica;
pero las faltas realizadas en la carne deben expiarse en la carne. Todas
nuestras existencias se unen; el bien y el mal repercuten, a través del tiempo.
Si los torpes y los malos parecen terminar su vida en la abundancia y en la
paz, sepamos que llegará la hora de la justicia, y que los sufrimientos que
ellos causaron recaerán sobre ellos.
Hombre: resígnate, pues, y soporta con valor
los padecimientos inevitables, si bien fecundos, que borran tus manchas y te
preparan un porvenir mejor. Imita al labrador, que camina encorvado bajo el sol
ardiente o mordido por el cierzo, y cuyo sudor riega el suelo, el suelo
surcado, desgarrado como tu corazón por el diente de hierro, pero de donde
saldrá la mies dorada que hará su felicidad.
Evita los desfallecimientos que te
conducirían a ponerte el yugo de la materia y pesarían sobre tus vidas futuras.
Sé bueno y virtuoso, a fin de no dejarte prender por el temible engranaje del
mal y de sus consecuencias. Huye de los goces envilecedores, de las discordias
y de las vanas agitaciones de la multitud. No es en las discusiones estériles,
en las rivalidades, en la codicia de los honores y de los bienes donde
encontrarás la sabiduría y la satisfacción de ti mismo, sino en el trabajo y en
la práctica de la caridad, en la meditación solitaria, en el estudio recogido
enfrente de tu propia conciencia y de la naturaleza -ese libro admirable que
lleva la firma de Dios.
Tomado del libro: Después de la Muerte.
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