Allan Kardec (1804 - 1869)
En el cementerio parisino de Père Lachaise,
existe desde 1869 una tumba bajo una extraña construcción en forma de dolmen[1].
En ella están esculpidas estas palabras: “Nacer, morir, volver a nacer para
evolucionar. Esta es la ley”.
Desde hace más de un siglo constituye la meta
de una continua, diaria e incesante peregrinación, cuyos protagonistas son
hombre de toda fe y condición, unidos en un único sentimiento de homenaje, de
afecto y de reconocimiento que se mezcla con una vaga nostalgia. ¿Por qué?
Las razones de esa convergencia tan difundida
y profunda, son humanas y espirituales al mismo tiempo: bajo aquel mármol, en
esa tierra, reposan los despojos mortales de un hombre que dio impulso a un
movimiento claramente religioso en su planteamiento, que reunió desconsolados,
adoloridos, descontentos – que deseaban ardientemente el consuelo en una
respuesta a sus interrogantes comunes. A ello este hombre ofreció una
oportunidad, más bien la oportunidad, para creer, al fin con fundadas razones,
en la sobrevivencia del espíritu después de la muerte del cuerpo.
Ese concepto, uno de los más sentidos,
buscados y deseados por la humanidad, por primera vez fue, si así se puede
decir, traducido en una filosofía y en una moral que tenía en si un gran
secreto: su simplicidad, su carácter inmediato y su adaptabilidad a todas las
opiniones, creencias, deseos. Para los estudiosos modernos, dicha religión,
dicha metafísica y dicha moral pueden parecer superadas, mejor dicho, lo están
realmente; pero se les debe reconocer, y por consiguiente al hombre que tuvo la
incontestable capacidad de traducirla en conceptos claros y convincentes, el
mérito indiscutible – como dice Sudré en su Tratado de Parapsicología – de
haber creado un movimiento experimental y de haber abierto de ese modo los
caminos a la metapsíquica, es decir, a la parapsicología.
¿Quién era aquel hombre cuyos restos mortales
reposan en París?
Su verdadero nombre era Hyppolite León
Dénizard Rivail. Pero para sus millones de seguidores él tuvo otro y único
nombre, un seudónimo: Allan Kardec. Su fecha de nacimiento- una especie de día
de Navidad para los más entusiastas – fue el 3 de octubre de 1804 (en Lyón,
como se ha dicho).
Hasta 1854 – año en el que en su camino
comenzaron a moverse y a hablar las mesas, de las que el fluido, el
periespíritu de los desencarnados hacía inteligible el lenguaje y el idioma a
aquellos que lo supiesen interpretar – su vida fue muy ordenada, convencional,
chata y descolorida. Ciertamente no era esa la vida que podría esperarse para
un hombre a quien luego le correspondería una misión tan mesiánica.
Sus primeros cincuenta años de vida no tienen
ningún rayo de luz, ningún chispazo, nada distinto de la gris tranquilidad
propia de un cualquiera de los millones de padres de familia de cincuenta años
que poblaron y pueblan el mundo. Hijo de burgueses acomodados – abogados y
magistrados – (pero a través de él no se sabe casi nada de su familia), estudió
en la escuela del famosísimo educador Jean Henry Pestalozzi, en Yverdon, a
orillas del lago Neuchatel (Suiza). Le educación que recibió allí lo hizo
tolerante, observador, serio y estudioso, así como también severo y ordenado,
cualidades todas que hicieron célebre y renombrado al gran educador suizo,
alumno espiritual de Jean Jacques Rousseau. Así como para Mesmer, en el también
Suiza deja la huella del propio orden y del propio pragmatismo.
Al dejar el colegio de Yverdon, Hyppolite
Rivail volvió a Francia; probablemente residió algunos años en Lyon (desde 1818
hasta 1824, pero no se sabe con certeza); con toda seguridad en 1824 estaba en
París, donde publicó su primera obra: un Tratado
de aritmética en el que más de alguien vio la primera manifestación de un
intelecto y de un método pedagógicos nuevos y genuinos. Trabajo y estudió
duramente, cultivando y enseñando casi exclusivamente las disciplinas
científicas, por cuanto se declaró poco inclinado a las filosóficas y
literarias. ¡Soberbia burla de la vida, para un hombre que más tarde fundaría
una filosofía y una moral como la suya! A los 28 años se casó con una dama,
vecina de su casa, casi nueve años mayor que él, hija de un acaudalado notario:
la señorita Amélie Gabrielle Boudet, también profesora.
La vocación pedagógica común ciertamente unió
a ambos y llenó sus vidas en aquellos años. Fundaron un instituto que se colocó
a la vanguardia debido a los nuevos métodos de instrucción, contando con la
colaboración de un tío de él, un Denizard. Dos años después, sin embargo, a
causa de dificultades financieras personales debidas al parecer a fuertes
pérdidas en el juego, el tío renunció a la empresa retirando su cuota de
capital. Los Rivail se quedaron apenas con unos centavos que, mal utilizados en
un asunto comercial, se volatilizaron en un desastre completo. Siguió entonces
una época de dificultades y de duro y oscuro trabajo, durante el cual los dos
cónyuges dirigieron sus mayores esfuerzos y su más férrea voluntad al logro de
un objetivo común: recuperarse, para volver a tomar el camino interrumpido
hacia el ideal de una moderna pedagogía. Afortunadamente pudieron lograrlo y en
un poco más de un año de diversos trabajos, oscuros fatigosos y hasta humildes
– el cómo traductor, administrador (al parecer de un teatro) y oficinista, ella
como maestra y copista – pudieron iniciar en la propia casa cursos de física,
química, astronomía y anatomía, completamente gratuitos, en los cuales
prodigaron todo su entusiasmo. Continuaron así durante años hasta que, en 1854,
ocurrió un hecho que revolucionó totalmente la vida de Rivail, llevándolo –
literalmente – “desde el polvo a los altares”.
En su juventud Rivail se había ocupado de
fenómenos magnéticos e hipnóticos, siguiendo los rumbos trazados por Mesmer y
Puységur, había ensayado experiencias con sonámbulos y había repetido los
experimentos de los cultores del momento, pero no había profundizado en
absoluto en el asunto, que lo interesaba solo desde un punto de vista puramente
de observación y curiosidad científica.
Un amigo suyo, llamado Fortier, magnetizador
de profesión, le habló de aquellas extrañas, trastornantes y perturbadoras
cosas que estaban ocurriendo, ya en toda Europa y que provenían del otro lado
del océano. Rivail oyó así hablar por primera vez de los espíritus en 1854,
pero parece que su primera reacción fue un encogimiento de hombros. Con aquella
mente racional, ordenada, de formación suiza, es completamente creíble la
famosa frase que algún historiador le ha atribuido: “Creeré en eso (en las
mesitas movedizas y parlantes) cuando lo haya visto y cuando se me haya
demostrado que una mesa tiene un cerebro para pensar, nervios para sentir y que
puede hacerse sonámbula. Hasta ese momento, permítanme considerarlo como un
relato fantástico, y luego habría agregado: “La idea de una mesita que habla no
me convence de ninguna manera”. Como futuro mesías, no se puede dejar de
decirlo, el suyo no era ciertamente un alarde de convicción.
De todos modos, sin embargo, algunos meses
más tarde otro amigo, un corso llamado Carlotti, lo asedió hablándole por
algunas horas de las mesitas inteligentes; finalmente comenzó a nacer en él
algo oscuro, una especie de deseo mal guardado, una curiosidad, casi un reto.
Se dirigió una noche a reunirse con Fortier y
su médium Madame Roger, y en aquella casa conoció a Madame Plainemaisony a
Monsieur Patier, un culto funcionario reposado, pacato, serio: convincente
justamente gracias a esas cualidades, Rivail comenzó a recibir una especie de
iniciación a los misterios del Espiritismo, a tal punto que su curiosidad
creció notablemente y se soltó en él el resorte del interés, por lo menos al
nivel en el que podía congeniar: el de la observación científica. En mayo de
1855, en la casa de Mme. Plainemaison, estando presente el cordial señor
Patier, Rivail participó en su primera reunión “experimental”, de la que sin
embargo nunca se conocieron los resultados.
“Pude entrever – afirmará él más adelante –
algo verdadero bajo aquellas aparentes futilidades, algo así como la revelación
de nuevas leyes que me prometí profundizar”, y lo hará, a partir de aquel
momento, frecuentando otras casas de “contagiados”, entre ellas las de los
Baudin y sobre todo la de los Roustan. Sirviéndose del trabajo de dotadas
médiums, el lionés comenzó a tomarle el gusto a una llamada “investigación
experimental”, tanto que llegó a aceptar cierto encargo de algunos amigos, un
encargo que fue el chispazo – la “pequeña chispa, gran llamarada” de Dante –
para emprender lo que luego sería el objetivo único de la segunda mitad de su
vida.
Un grupo de personas que desde hacía tiempo
se dedicaba a la evocación de las entidades, había recogido por escrito el
fruto de una larga serie de experiencias anteriores de confraternización
espiritual con los desencarnados. Era una colección cincuenta cuadernos llenos
de frases, de pensamientos y de diálogos; en apariencia era un material tan
carente de comienzo y final, que ninguno de ellos sabía qué hacer con él, hasta
que un día alguien tuvo la idea – conociendo la precisión y la minuciosidad del
carácter de Rivail – de confiarle aquel conjunto de escritos, deshilvanado y
fragmentado, para que él viese que cosa se podía sacar de allí. Del grupo
mencionado formaba parte también Victorien Sardou, el famoso dramaturgo de una
de cuyas obras Puccini extrajo el argumento de su famosa Tosca. El maestro –
científico hizo una revisión del material y al parecer su primera reacción fue
de espanto: el desorden era tal que no se sabía dónde meter mano y seguramente
habría renunciado a la empresa si una noche no hubiese ocurrido algo
extraordinario y radical, si no fatal, para él: algo que ha permitido la
transmisión de grandes revelaciones a la posteridad.
A través de la médium mademoiselle Japhet, se
presentó a Rivail una entidad que declaró llamarse “Z” y que, dirigiéndose a
él, le reveló haberlo conocido en otra vida anterior. El hecho había ocurrido
en los bosques de Bretaña, en la antigua Galia, y Rivail era entonces un druida,
un bardo, un sacerdote inspirado y muy poderoso que sin embargo tenía otro
nombre: se llamaba Allan Kardec y era muy amigo de la entidad que se
manifestaba, cuya identidad no obstante jamás fue revelada. En nombre de su antigua
amistad, el espíritu le encarecía considerar el trabajo de reordenamiento de
los cuadernos de las comunicaciones en posesión suya, como una especie de
misión a la que la propia entidad colaboraría de la manera más activa y
amistosa, teniendo en vista un objetivo de excepcional importancia para la
humanidad.
Un hecho parecido habría provocado la
curiosidad de cualquiera, estimulándolo y alentándolo; dada la mentalidad de
educador nato y entusiasta de Rivail, hay que creer que tal hecho dado el “vamos”
definitivo a su futura obra, desde el momento que también le habían sido dado
un blasón espiritual y un lenguaje noble de los que ni siquiera sospechaba.
“El rey ha muerto, viva el rey”, se ha dicho
siempre; bien, desde aquel momento Hippolyte Rivail había muerto y se deberá
celebrar solo a Allan Kardec, el nuevo rey. La semilla había sido arrojada y no
tardó en dar sus frutos.
En dos años, meditando concienzudamente cada
comunicación, planteando nuevas preguntas a las entidades a través de las
médiums que colaboraban con él, presentándoles nuevos problemas, Kardec se dio cuenta
que el material que poseía, enriquecido obligadamente mediante un adecuado
ordenamiento, podía constituir un cuerpo unitario de doctrinas, con su lógica,
su moral y su filosofía. Al comienzo era solamente un borrador sin orden ni
lógica; se transformó lentamente en una especie de doctrina, que no tardó en
asumir la “D” mayúscula, y en eso en verdad metieron mano el cielo y la tierra.
Las entidades, los espíritus más elevados, iluminaron con su sabiduría el
trabajo que Kardec proponía, meditaba, redactaba y puntualizaba.
Los espíritus más elevados y eminentes
pugnaron para aparecer y manifestarse a Kardec a través de las médiums que lo
asistían; vale la pena recordar algunos, desde San Juan Evangelista a San
Agustín, desde San Vicente a San Luís, a Sócrates, Platón, Fénelon, Swedenborg,
Benjamín Franklin, a quienes se añadió otro, muy particular, que se hacía llamar
“espíritu de la verdad”. Este último se transformó en el más fiel y activo
colaborador de Kardec, asistiéndolo repetidamente y por largo tiempo, llegando
a veces a corregir los errores después de la redacción de los textos.
Finalmente, todo aquel preludio condujo a la
obra de este hombre a su lógico punto de llegada: después de cerca de dos años,
exactamente el 18 de abril de 1857, el mensaje del druida reencarnado era
difundido a la humanidad. Le Livre des
Esprits (“El Libro de los Espíritus”) vió la luz y tuvo un éxito
estrepitoso – 15 ediciones durante la vida del autor, seguida por otras 50
antes que terminara el siglo- a pesar del riesgo que el autor había corrido,
encargándose de todos los gastos, porque al comienzo no había encontrado ningún
editor que se manifestase dispuesto a realizar la publicación.
Desde aquel momento, tal como la había sido
predicho por una de sus amigas médiums, la “tiara espiritual” se posó sobre su
cabeza y la serie de sus obras siguió apareciendo poco a poco, completando la
summa[2] de
su doctrina; entre sus diversas obras (todas dictadas siempre por los espíritus)
hay que citar El Libro de los Médiums en
1861, El Evangelio según el Espiritismo
en 1864 y El Génesis, los milagros y las
profecías según el Espiritismo en 1868. También en 1868 nació la “Révue Spirite” un periódico en el cual
Kardec se proponía continuar difundiéndose cada vez más sus ideas, si la muerte
no lo hubiese arrebatado al mundo al año siguiente, en plena actividad y
lucidez; la revista, de todos modos, sirvió a los continuadores de su obra para
remachar y enriquecer el mensaje universal del Maestro.
El conjunto de las obras de Kardec tuvo un
éxito verdaderamente estrepitoso, tanto desde el punto de vista editorial como
del doctrinario. Tirajes astronómicos para la época en que nacieron las obras,
y notables incluso para nuestros días, fueron alcanzados para cada uno de los
volúmenes y avalanchas de nuevos seguidores fueron a engrosar las filas de los
ya convertidos, dando otra vez – aunque no fuese necesario – una prueba de cuán
grande ha sido para la humanidad la necesidad de creer, de sumergirse, de vivir
en lo irracional, en lo trascendental, en lo desconocido, en lo oculto, en lo misterioso,
donde buscar y encontrar las respuestas a las propias, íntimas y personales
interrogantes existenciales.
[1] Monumento funerario megalítico, muy difundido por Europa,
constituido por dos grandes bloques de piedra colocados en forma de soporte
vertical con un tercero puesto horizontal arriba, como cubierta.
[2] Del latín, que significa agregado de cosas, acción y efecto de
añadir, agregar. Nota del autor del blog.
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