sábado, 27 de abril de 2019

LA CARNE ES DÉBIL


Por: Allan Kardec

Estudio fisiológico y moral.

Hay inclinaciones viciosas que son evidentemente inherentes al espíritu, porque tienen más relación con la gran parte moral que con la física. Otras más bien parecen consecuencia del organismo, y por este motivo, uno se cree menos responsable, por ejemplo: las predisposiciones a la cólera, a la indolencia, a la sensualidad, etc.

Se reconoce hoy perfectamente por los filósofos espiritualistas que los órganos cerebrales, correspondiendo a las diversas aptitudes, deben su desarrollo a la actividad de su espíritu, y que así este desarrollado es un efecto y no una causa. Un hombre no es músico porque tenga la protuberancia de la música, sino que tiene esta protuberancia porque su espíritu es músico.

Si la actividad del espíritu obra sobre el cerebro, debe obrar igualmente sobre las otras partes del organismo. De este modo, el espíritu es el artífice que arregla su propio cuerpo, por decirlo así, a fin de amoldarlo a sus necesidades y a la manifestación de sus tendencias. Sentado esto, la perfección del cuerpo de las razas adelantadas no será producto de creaciones distintas, sino resultado del trabajo del espíritu, que perfecciona su instrumento a medida que aumenta sus facultades.

Por una consecuencia natural de este principio, las disposiciones morales del espíritu deben modificar las cualidades de la sangre, darle más o menos actividad, provocar secreciones más o menos abundantes de bilis u otros fluidos. Así es, por ejemplo, que al glotón se le hace la boca agua a la vista de un bocado apetitoso. En este caso, no es el bocado el que puede sobreexcitar el órgano del gusto, puesto que no hay contacto, sino el espíritu, que obra en virtud de la sensibilidad que se le ha despertado, con la acción del pensamiento, sobre este órgano, mientras que, en otro, la vista de aquel bocado no produce ningún efecto. Por la misma razón una persona sensible derrama lágrimas fácilmente. La abundancia de las lágrimas no da la sensibilidad al espíritu, sino que la sensibilidad del espíritu provoca la secreción abundante de las lágrimas. El organismo, bajo el impulso de la sensualidad, se ha apropiado esta disposición normal del espíritu, como se ha apropiado la del espíritu del glotón.

Siguiendo este orden de ideas, se comprende que un espíritu iracundo debe propender al temperamento bilioso. De esto se deduce que un hombre no es colérico porque sea bilioso, sino que es bilioso porque es colérico. Lo mismo sucede en cuanto a las otras disposiciones instintivas. Un espíritu perezoso e indolente dejará su organismo en un estado de atonía en relación con su carácter, mientras que si es activo y enérgico, dará a su sangre y a sus nervios cualidades muy diferentes. Es tan evidente la acción del espíritu sobre la parte física que se ven a menudo producirse graves desórdenes por efecto de violentas conmociones morales. La expresión común: La emoción le ha cambiado la sangre, no está tan carente de sentido como podría creerse. ¿Pero qué ha podido cambiar la sangre, sino las disposiciones morales del espíritu?

Se puede, pues, admitir que el temperamento es, al menos en parte, determinado por la naturaleza del espíritu, que es la causa y no el efecto. Decimos en parte, porque hay casos en que lo físico influye ciertamente sobre lo moral. Esto sucede cuando un estado mórbido o anormal se determina por una causa externa accidental, independiente del espíritu, como la temperatura, el clima, los vicios hereditarios de constitución, un malestar pasajero, etc. Entonces, puede estar afectada la moral del espíritu en sus manifestaciones por el estado patológico, sin que su naturaleza intrínseca se modifique.

Excusarse de sus defectos por la debilidad de la carne no es más que un subterfugio para eludir la responsabilidad. La carne sólo es débil porque el espíritu es débil, lo cual destruye la excusa y deja al espíritu la responsabilidad de sus actos. La carne no tiene pensamiento ni voluntad. No prevalece jamás sobre el espíritu, que es el ser pensante y voluntario. El espíritu es quien da a la carne las cualidades correspondientes a sus instintos, como un artista imprime a su obra material el sello de su genio. El espíritu, emancipado de los instintos de la bestialidad, se compone un cuerpo que no es un tirano para sus aspiraciones hacia la espiritualidad de su ser. Entonces es cuando el hombre come para vivir, porque vivir es una necesidad, pero no vive para comer.

Así pues, sobre el espíritu recae la responsabilidad moral de sus propios actos. Pero la razón manifiesta que las consecuencias de esta responsabilidad deben estar en relación con el desarrollo intelectual del espíritu. Cuanto más ilustrado es, menos excusa tiene, porque con la inteligencia y el sentido moral nacen las nociones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.

Esta ley explica el mal resultado de la medicina en ciertos casos. Desde luego que el temperamento es un efecto y no una causa, y los esfuerzos hechos para modificarlo se hallan necesariamente paralizados por las disposiciones morales del espíritu, que opone una resistencia inconsciente y neutraliza la acción terapéutica. Dad, si es posible, ánimo al medroso, y veréis cesar los efectos fisiológicos del miedo.

Es prueba, repito, la necesidad que tiene la medicina convencional de tener en cuenta la acción del elemento espiritual sobre el organismo (Revista Espírita, marzo 1866, p. 65).

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