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Aunque la felicidad en la
Tierra no es una emoción constante que le permita al hombre asociarlo a
experiencias placenteras, satisfactorias o de bienestar, si podemos como
asegura Aristóteles, asumir la felicidad como el fin último de la vida y el
propósito más elevado.
En el libro de Eclesiastés,
atribuido tradicionalmente al Rey Salomón, se menciona que la felicidad no es
de este mundo, ya que la vida es vana y los placeres son fugaces; sin embargo, no
es que niegue toda alegría, sino que señala que las alegrías humanas son
frágiles, pasajeras, incapaces de llenar completamente el corazón y que los
placeres, los logros, las riquezas, la sabiduría humana... todo eso es bueno,
pero no da una felicidad plena o eterna.
De todo ello inferimos que la
felicidad absoluta, duradera y perfecta no se encuentra en las cosas del mundo
material, sino que apunta aún más allá, buscando un sentido más profundo, en nuestra
relación con Dios y la eternidad. Si colocamos la
felicidad en la satisfacción de nuestras necesidades fisiológicas y sociales, será
inevitable que el despertar de nuestra conciencia sea siempre deprimente, cansino
y destituido de un significado real, tal como nos enseña Juana de Ángelis[1].
Muchos de los que han
perdido un ser querido piensan que este es uno de los desafíos más grandes que
enfrentamos en la vida y que pone en riesgo nuestra felicidad. Y es totalmente
natural que duela: el amor y el dolor van de la mano. No sentir dolor sería no
haber amado.
Pero, a la vez, es posible
atravesarlo sin destruir la capacidad de ser felices aceptando el dolor sin
entrar en conflictos con él, pues muchas veces el sufrimiento se agrava cuando
resistimos lo que sentimos. Dejar que el dolor esté, llorar, sentir nostalgia,
recordar, es parte de la sanación; debemos aprender que la tristeza sobreviene
porque hubo amor al punto de transformar parte de ese dolor en gratitud por haber
compartido tiempo con esa persona
El goce y el deleite son
parte de la gratitud que ofrecemos al altísimo por el milagro de la vida, por
ello no traicionamos a quien regresa a la patria espiritual por el hecho de
reír, no guardar el luto riguroso, el disfrutar de la vida o volver a vivir. Debemos
comprender que el corazón puede llorar y, a la vez, dejar entrar la luz de la
esperanza poco a poco.
La felicidad, después de una
pérdida, no es olvidar ni dejar de amar, es aprender a vivir con una herida
que, poco a poco, se convierte en cicatriz, la cual es cierto que no borra lo
vivido, pero permite caminar nuevamente, con más profundidad, compasión y
gratitud.
Existe una metáfora, de
autor desconocido, que nos invita a reflexionar acerca de lo efímero de la
felicidad ante la pérdida de un ser amado:
La
metáfora del mar y las olas
El dolor por la pérdida es
como estar en el mar durante una tormenta.
Al principio, las olas son
enormes y vienen una tras otra: no te dejan respirar, te arrastran, te sientes
perdido.
Parece imposible que alguna
vez el mar se calme.
Con el tiempo, las olas
siguen viniendo... pero empiezan a ser más espaciadas, más suaves.
Entre una ola y otra, puedes
respirar, mirar alrededor, ver la luz en el horizonte.
La tristeza sigue ahí, pero
ya no te arrastra siempre.
Y en esos espacios de calma,
empieza a renacer la vida.
No es que el mar vuelva a
ser como antes.
El mar cambia para siempre.
Pero aprendes a navegar en
él con el corazón más grande y sabio.
La metáfora del mar y las
olas como representación del duelo y el proceso de sanación es una imagen
poderosa y ampliamente utilizada en diversas tradiciones literarias,
filosóficas y terapéuticas para describir cómo las emociones intensas, como el
dolor por la pérdida de un ser querido, pueden llegar en oleadas, a veces
abrumadoras, otras más suaves, pero siempre cambiantes.
Muchos aseguran que la
felicidad en la Tierra se parece más a pequeños momentos de plenitud, paz o
sentido, que a un estado fijo y eterno. A veces viene en un gesto sencillo, una
conversación, un atardecer, una sonrisa inesperada y aunque la vida traiga
dolores, esos momentos siguen existiendo, como si fueran pequeñas pruebas de
que vale la pena estar aquí. No es pretender “estar alegre” todo el tiempo,
sino sentir emociones como: gratitud, serenidad, entusiasmo, esperanza, amor,
interés, inspiración.
Barbara Fredrickson, reconocida
por su teoría de las emociones positivas, identificó diez (10) emociones, explicando
cómo los estados emocionales placenteros, por fugaces que sean, contribuyen a
la resiliencia, el bienestar y la salud. Estas emociones son: el gozo, la
gratitud, la serenidad, el interés por el mundo, la esperanza, el orgullo, la
diversión, la inspiración, el asombro y el amor. Para ella, las emociones
positivas tienen el poder de expandir nuestra mente y nuestras acciones,
ayudándonos a ser más creativos, resilientes y a construir relaciones más
fuertes.
Así, la felicidad sería el
resultado de cultivar y vivir más de esas emociones positivas en el día a día,
no como algo grandioso, sino en pequeñas experiencias cotidianas que se van
sumando.
Jesús de manera magistral sintetiza su receta de la felicidad en “Cada uno conforme sus obras[2]”.
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