sábado, 17 de diciembre de 2022

¡HASTA PRONTO!

Crónica de la desencarnación de Allan Kardec
Tumba de Allan Kardec en el cementerio Père Lachaise en París

Tomado del libro: Kardec, la biografia de Marcel Souto Maior

Es 31 de marzo de 1869, víspera de la mudanza, Kardec empacaba los libros y organizaba los documentos en el apartamento de la calle Sainte-Anne, 59, en medio de muebles en desorden y tapetes enrollados listos para ser transportados. Eran más de las once de la mañana cuando un empleado de la librería tocó a la puerta para buscar los ejemplares de la última edición de la Revista Espírita.

Cubierto por una elegante bata de dormir, Kardec entregó el paquete al visitante, se inclinó sobre sí mismo y cayó al suelo sin decir una palabra. Con 65 años de edad, el profesor Hyppolite Léon Denizard Rivail había muerto – o mejor dicho, más vivo que nunca, libre del peso de su cuerpo, a juzgar por las verdades definitivas que había lanzado los últimos quince años.

Llamado por los criados, el médium Delanne sería el primero en llegar. Presionó el pecho del maestro, aplicó sobre su cabeza y corazón pases magnéticos, y nada. Amélie volvió de la calle poco después y no consiguió contener las lágrimas ante el cuerpo del compañero, con quien conviviera a lo largo de 37 años. Los nuevos proyectos de vida, los planes de descanso juntos, todo quedó interrumpido.

Pero estaba escrito. Nada pasa por casualidad. El ciclo llegaba a su fin, de acuerdo con los planes de la espiritualidad. Mejor era enjugar las lágrimas y ocuparse de las despedidas. Pronto, creía Amélie, estarían juntos de nuevo.

Delanne y los criados colocaron el cuerpo ya frío sobre un colchón en la sala de estar y lo cubrieron con una manta de lana blanca. A sus pies, envueltos en medias, las pantuflas abandonadas.

¿Dónde estaría el Espíritu de Kardec en aquel momento? ¿En la sala, al lado de su mujer y del médium, delante de la chimenea encendida?  

¿Rodeado de los viejos amigos muertos antes de él y amparado por el médico Demerue? ¿Acogido por el Espíritu de la Verdad, por Zéfiro y otros colaboradores invisibles? ¿O en cualquier lugar, ya que la muerte sería solo el fin y reduciría a la nada a cada uno de nosotros?


-          Monsieur Allan Kardec est mort, on l’enterre vendredi. (El señor Allan Kardec ha muerto y será enterrado el viernes).

Este fue el contenido del telegrama enviado por uno de los amigos de Kardec, el señor E. Muller, a los espiritistas de Lyon. La misma noche, otros compañeros de la Sociedad Espírita se alternarían junto al féretro en la larga vigilia en la sala de estar del apartamento revuelto. Desliens y Tailleur, Delanne y Morin.

Solo al mediodía del 2 de abril de 1869, el modesto coche funerario partió de la casa de Kardec rumbo al cementerio de Montmartre, el más antiguo de París. Una multitud de amigos y simpatizantes, estimada en 1.200 personas, acompaño el féretro, que atravesó las calles de Grammont, Laffitte y Fontaine, cruzando los grandes bulevares hasta alcanzar la tumba.

Amélie prefirió acompañar la ceremonia en silencio. El primero en tomar la palabra fue el señor Levent, vicepresidente de la Sociedad Parisiense de Estudios Espiritistas fundada por Kardec el 1° de abril de 1858. Hacia once años, todos los viernes, ellos se encontraban en las sesiones semanales de estudio de la doctrina y de contactos con el más allá conducidas, con rigor y serenidad, por el discípulo de Pestalozzi. Aquel día, Kardec – o Rivail – estaba “del otro lado”.

Al borde del sepulcro, Levent lanzó la pregunta al aire:


-          ¿Dónde está ahora nuestro maestro, siempre tan madrugador para el trabajo? 

Y osó cuestionar lo incuestionable:

 

-          ¿Era preciso que Dios llamara a sí al hombre que aún podía hacer tanto bien? ¿Él tan lleno de sabia inteligencia, aquel faro, en fin, que nos sacó de las tinieblas y nos mostró ese nuevo mundo, más vasto y admirable del que inmortalizó Cristóbal Colón?

Defensor intransigente de la justicia divina, Kardec habría dispensado tantos pesares y celebrado con alivio, los recuerdos que siguen:

 

-          Pero, tranquilizaos, señores, con este pensamiento tantas veces demostrado y recordado por nuestro presidente: “Nada es inútil en la naturaleza. Todo tiene su razón de ser; y lo que Dios hace siempre está bien hecho”.

El maestro, afirmaba Levent en su emocionado discurso, había cumplido su misión. Cabría a ellos dar continuidad a su obra, de acuerdo con sus planes y bajo su “efluvio bienhechor e inspirador”.

El siguiente en hablar fue el joven astrónomo Camilo Flammarion, tan admirado por Kardec. En su largo discurso, el autor de La Pluralidad de Mundos Habitados sacó en limpio la trayectoria del codificador y definió, con tres palabras, la personalidad del amigo: “el buen sentido encarnado”. 

Si estuviese cerca, Kardec aprobaría las descripciones sobre su destino:

 

-          Ahora tú ya has regresado a ese mundo de donde hemos venido, y recoges el fruto de tus estudios terrestres. (…) El cuerpo cae, el alma se conserva y regresa al espacio. Nos volveremos a encontrar en un mundo mejor. La inmortalidad es la luz de la vida, como este sol brillante es la de la naturaleza. Hasta la vista, mi querido Allan Kardec, hasta la vista.

Después de Flammarion, Alexandre Delanne tomó la palabra al pie del sepulcro, como representante de los “espiritistas de los centros distantes”. En el discurso, más bien sucinto, un emocionado agradecimiento al compañero de viaje, “pionero de la naturaleza humana”.

 

-          Agradecido por las lágrimas que enjugaste, por las angustias que calmaste y por la esperanza que hiciste brotar en las almas abatidas y desanimadas. Gracias, mil gracias.

El último discurso fue el del señor Muller. “Queridos y afligidos hermanos” – saludo a la multitud, con los ojos llorosos, justo antes de presentarse como portavoz de la viuda, Amélie, silenciosa y abatida, a su lado.

En esta despedida, Muller destacó la “tolerancia absoluta” de Kardec, y su intolerancia también:

 

-          Le tenía un horror a la pereza y la ociosidad. Y murió de pie, después de un inmenso trabajo.

Después de citar la célebre frase del maestro – "Fuera de la caridad no hay salvación” -, Muller enarboló la bandera que, según él, debería ser adoptada como estandarte por todos los compañeros: “Razón, trabajo, y solidaridad”.

 

-          ¡Coraje, pues! Honremos al filósofo y amigo, practicando sus máximas y trabajando, cada uno en la medida de sus fuerzas, para difundir los valores que nos encantaron y convencieron.

En la edición del Diario de París del día siguiente, 3 de abril de 1869, el periodista Pagès de Noyez rindió también su homenaje a Allan Kardec, El “hombre que, por sus obras, fundara el dogma presentido por las más antiguas sociedades”.

Adepto al espiritismo, el reportero – quien viera el cuerpo de Kardec sobre el colchón después de su muerte – escribía con extraña admiración a los periodistas que Kardec enfrentara a lo largo de su cruzada:

 

Kardec murió en su hora. Con él, se cerró el prólogo de una religión vivaz, que, irradiando más y más cada día, pronto iluminará a toda la humanidad.

El periodista pecó por exceso de optimismo o de esperanza.


Traducción: Oscar Cervantes Velásquez

Centro de Estudios Espíritas Francisco de Asís

Santa Marta - Colombia


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