Por: Ana Fuentes de Cardona
Si fuera posible
preguntarle a Abraham cuál habría sido en su vida el dolor más grande y su
mayor alegría en el tiempo que vivió, él respondería: “El momento en que,
recibiendo la orden divina, me vi caminando con mi amado hijo Isaac hacia el
monte donde habría de sacrificarle… Mi corazón se comprimió de dolor y sentí
que en el brotaban gotas de sangre semejando lágrimas; la respiración
entrecortada me impedía dar pasos firmes, tambaleante casi, sin soltar la
manecita del hijo amado, llegué al sitio señalado y dispuse lo concerniente al
horrible sacrificio. Era una prueba, una prueba máxima de obediencia a Jehová
y, cuando me disponía a consumar el hecho doloroso se dio a mi frente la resplandeciente
claridad que me inundó de felicidad el alma. El ángel del Señor detenía mi mano
temblorosa, el cielo se inundó de colores en ráfagas luminosas, mi pecho se
ensanchó de felicidad y alcé los ojos para bendecir el todopoderoso”.
Cuando a Moisés se le
preguntó sobre su mayor sufrimiento y su momento más dichoso, él contestó: “Cuando
la cesta que mi madre cuidadosamente preparó con amor para evitar mi
ahogamiento en las aguas del Nilo viajó con violenta turbulencia, sentí un gran
susto que me mantuvo en suspenso por largo rato sin saber exactamente que
sucedía; me sentí desdichado, sentí el atajo de gruesas fibras que en
movimiento lento me fueron como arrinconando hacia un ligar en donde altas
cañas me detuvieron y la sombra proyectada por las airosas palmas que cubrían
el sitio, me proporcionaron agradable penumbra y una suave brisa penetraba por
los estrechos vacíos del tejido laborioso de la madre amada, que me permitió respirar”.
“El susurro de voces
que se acercaron a mí, me mantuvo a la expectativa y la sorpresa. Por inmensa
claridad y suave brisa me envolví ante las miradas expresivas y las palabras
amorosas que las acompañantes de una princesa singular me descubrieron entre
angustiado y sonriente, comprendiendo en ese instante que otra madre tierna y
bella me tomaba entre sus brazos. La protección que viví en ese instante me
hizo sentir, en el fondo de mi alma, que mi vida había escapado de la odiosa
furia de aquel faraón celoso de la expansión hebrea en su terreno egipcio,
sometiendo a la más infame agonía a muchos seres. Mi felicidad se dio integra
porque comprendí en esa increíble situación que el Dios de los hombres me dotaba
de su amor infinito, un destino insospechable, que contaba con la grandeza de
su poder para convertirme en instrumento de su gran amor”.
Cuando a Saulo de
Tarso se le preguntara por su momento más sufrido en la vida que le tocó llevar
y el instante más feliz que llenó su corazón de dicha y comprensión que le
permitió sopesar su errónea carga conciencial, él diría: “El momento de mayor
tristeza que oprimió mi corazón fue en Damasco cuando en persecución de Ananías,
mi caballo falló en su pisada y fui a dar al suelo, impresionado al mismo
tiempo por la extraña luminosidad que hacia mí se acercaba, y la pregunta viva
y resonante en mis oídos: “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?”, penetrando en
la profundidad de mi corazón y no podía creer en la grandeza divina que me
rodeaba, pero de la caída experimenté confusión y dolor profundo porque viví el
estremecimiento conciencial y pregunté: “¿Quién eres tú, Señor?”
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“Soy yo, Jesús, a quien tú persigues”. El dolor embargó
mi alma y la ceguera selló mi vista ocasionándome tormento tal que perdí el
raciocinio momentáneamente y me sentí envuelto en mi mayor desgracia, fue más
tarde cuando vino a mí el varón a quien buscaba para matarlo, Ananías, quien
sorpresivamente, como cumpliendo un mandato misericordioso, puso sus manos en
mis ojos, devolviéndome la claridad visual, mientras sus palabras sensatas y
fraternales me llenaron de profunda alegría producida por la bondad infinita
con que me cubrió en aquel momento dichoso”.
Si se le preguntara a
Jesús, el Cristo, cuál fue su momento más doloroso y cuál el más feliz en su
vida misionera de tan altos alcances acerca del hombre en la Tierra, él
respondería: “El momento más triste en el que mi corazón se oprimió, fue aquel
en que, aun sabiéndolo de antemano, Pedro mi amado discípulo, me negó tres
veces y la pasión dolorosa que siguió a esta negación que me llevó al trato
bárbaro que terminó en la cruz, sumando el odio a la maldad de los hombres”.
Mi momento feliz fue
aquél en que pude encomendar a mi madre, a mi santa madre, en Juan, el
discípulo que más me comprendió, la protección amorosa hacia la humanidad que
siempre amé, y cuando rogué a mi Padre Eterno con las palabras: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen…”.