Por: Allan Kardec
Estudio fisiológico y moral.
Hay
inclinaciones viciosas que son evidentemente inherentes al espíritu, porque
tienen más relación con la gran parte moral que con la física. Otras más bien
parecen consecuencia del organismo, y por este motivo, uno se cree menos
responsable, por ejemplo: las predisposiciones a la cólera, a la indolencia, a
la sensualidad, etc.
Se
reconoce hoy perfectamente por los filósofos espiritualistas que los órganos
cerebrales, correspondiendo a las diversas aptitudes, deben su desarrollo a la
actividad de su espíritu, y que así este desarrollado es un efecto y no una
causa. Un hombre no es músico porque tenga la protuberancia de la música, sino
que tiene esta protuberancia porque su espíritu es músico.
Si
la actividad del espíritu obra sobre el cerebro, debe obrar igualmente sobre
las otras partes del organismo. De este modo, el espíritu es el artífice que
arregla su propio cuerpo, por decirlo así, a fin de amoldarlo a sus necesidades
y a la manifestación de sus tendencias. Sentado esto, la perfección del cuerpo
de las razas adelantadas no será producto de creaciones distintas, sino
resultado del trabajo del espíritu, que perfecciona su instrumento a medida que
aumenta sus facultades.
Por
una consecuencia natural de este principio, las disposiciones morales del
espíritu deben modificar las cualidades de la sangre, darle más o menos
actividad, provocar secreciones más o menos abundantes de bilis u otros
fluidos. Así es, por ejemplo, que al glotón se le hace la boca agua a la vista
de un bocado apetitoso. En este caso, no es el bocado el que puede sobreexcitar
el órgano del gusto, puesto que no hay contacto, sino el espíritu, que obra en
virtud de la sensibilidad que se le ha despertado, con la acción del
pensamiento, sobre este órgano, mientras que, en otro, la vista de aquel bocado
no produce ningún efecto. Por la misma razón una persona sensible derrama
lágrimas fácilmente. La abundancia de las lágrimas no da la sensibilidad al
espíritu, sino que la sensibilidad del espíritu provoca la secreción abundante
de las lágrimas. El organismo, bajo el impulso de la sensualidad, se ha
apropiado esta disposición normal del espíritu, como se ha apropiado la del
espíritu del glotón.
Siguiendo
este orden de ideas, se comprende que un espíritu iracundo debe propender al
temperamento bilioso. De esto se deduce que un hombre no es colérico porque sea
bilioso, sino que es bilioso porque es colérico. Lo mismo sucede en cuanto a
las otras disposiciones instintivas. Un espíritu perezoso e indolente dejará su
organismo en un estado de atonía en relación con su carácter, mientras que si
es activo y enérgico, dará a su sangre y a sus nervios cualidades muy
diferentes. Es tan evidente la acción del espíritu sobre la parte física que se
ven a menudo producirse graves desórdenes por efecto de violentas conmociones
morales. La expresión común: La emoción le ha cambiado la sangre, no está tan
carente de sentido como podría creerse. ¿Pero qué ha podido cambiar la sangre,
sino las disposiciones morales del espíritu?
Se
puede, pues, admitir que el temperamento es, al menos en parte, determinado por
la naturaleza del espíritu, que es la causa y no el efecto. Decimos en parte,
porque hay casos en que lo físico influye ciertamente sobre lo moral. Esto
sucede cuando un estado mórbido o anormal se determina por una causa externa
accidental, independiente del espíritu, como la temperatura, el clima, los
vicios hereditarios de constitución, un malestar pasajero, etc. Entonces, puede
estar afectada la moral del espíritu en sus manifestaciones por el estado
patológico, sin que su naturaleza intrínseca se modifique.
Excusarse
de sus defectos por la debilidad de la carne no es más que un subterfugio para
eludir la responsabilidad. La carne sólo es débil porque el espíritu es débil,
lo cual destruye la excusa y deja al espíritu la responsabilidad de sus actos.
La carne no tiene pensamiento ni voluntad. No prevalece jamás sobre el
espíritu, que es el ser pensante y voluntario. El espíritu es quien da a la
carne las cualidades correspondientes a sus instintos, como un artista imprime
a su obra material el sello de su genio. El espíritu, emancipado de los
instintos de la bestialidad, se compone un cuerpo que no es un tirano para sus
aspiraciones hacia la espiritualidad de su ser. Entonces es cuando el hombre
come para vivir, porque vivir es una necesidad, pero no vive para comer.
Así
pues, sobre el espíritu recae la responsabilidad moral de sus propios actos.
Pero la razón manifiesta que las consecuencias de esta responsabilidad deben
estar en relación con el desarrollo intelectual del espíritu. Cuanto más
ilustrado es, menos excusa tiene, porque con la inteligencia y el sentido moral
nacen las nociones del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.
Esta
ley explica el mal resultado de la medicina en ciertos casos. Desde luego que
el temperamento es un efecto y no una causa, y los esfuerzos hechos para
modificarlo se hallan necesariamente paralizados por las disposiciones morales
del espíritu, que opone una resistencia inconsciente y neutraliza la acción
terapéutica. Dad, si es posible, ánimo al medroso, y veréis cesar los efectos
fisiológicos del miedo.
Es
prueba, repito, la necesidad que tiene la medicina convencional de tener en
cuenta la acción del elemento espiritual sobre el organismo (Revista Espírita,
marzo 1866, p. 65).