Estado del alma en el momento de la
muerte
Por: Allan Kardec
Los
Espíritus siempre nos han dicho que la separación entre el alma y el cuerpo no
se efectúa instantáneamente; algunas veces comienza antes de la muerte real,
durante la agonía; cuando la última pulsación se hace sentir, el
desprendimiento todavía no es completo; se opera más o menos lentamente según
las circunstancias, y hasta su total liberación el alma siente una turbación,
una confusión que no le permite darse cuenta de su situación; se encuentra en
el estado de una persona que se despierta y cuyas ideas son confusas. Este
estado nada tiene de penoso para el hombre cuya conciencia es pura; sin
entender bien lo que ve, está calmo y espera sin miedo el completo despertar;
al contrario, es lleno de angustias y de terror para aquel que teme el futuro.
Decimos
que la duración de esa turbación es variable; es mucho menos larga en aquellos
que, cuando encarnados, ya han elevado sus pensamientos y purificado su alma;
dos o tres días le son suficientes, mientras que en otros es preciso a veces
ocho días o más. Frecuentemente hemos asistido a ese momento solemne y siempre
hemos visto lo mismo; por lo tanto, no es una teoría, sino el resultado de
observaciones, ya que es el Espíritu quien habla y quien describe su propia
situación. He aquí un ejemplo tanto más característico como interesante para el
observador, puesto que no se trata más de un Espíritu invisible escribiendo a
través de un médium, sino de un Espíritu que es visto y escuchado en presencia
de su cuerpo, ya sea en la cámara mortuoria o en la iglesia durante el servicio
fúnebre.
El Sr.
X... acababa de tener un ataque de apoplejía; algunas horas después de su
muerte, el Sr. Adrien –uno de sus amigos– se encontraba en la cámara mortuoria
con la esposa del difunto; vio nítidamente a éste, en Espíritu, pasearse de un
lado a otro, mirar alternativamente a su cuerpo y a las personas presentes, y
después sentarse en un sillón; tenía exactamente la misma apariencia que cuando
encarnado; estaba vestido de la misma manera: redingote y pantalón negros;
tenía las manos en los bolsillos y un aire de preocupación.
Durante
ese tiempo su mujer buscaba un papel en el escritorio; su marido la observó y
dijo: Por más que busques no encontrarás nada. De ningún modo ella sospechaba
de lo que ocurría, porque el Sr. X... solamente era visible para el Sr. Adrien.
Al
día siguiente, durante el servicio fúnebre el Sr. Adrien vio nuevamente a su
amigo, en Espíritu, rondando el ataúd, pero no tenía más la vestimenta de la
víspera; estaba cubierto con una especie de ropaje. Entre ellos se entabló la
siguiente conversación. De paso, señalemos que de manera alguna el Sr. Adrien
es sonámbulo; que en ese momento, como en el día anterior, estaba perfectamente
despierto, y que el Espíritu se le aparecía como si hubiera sido uno de los
asistentes al entierro.
– Preg.
Dime una cosa, querido Espíritu, ¿qué sientes ahora?
– Resp.
Bien y sufrimiento.
– Preg.
No te he entendido.
– Resp.
Siento que estoy viviendo mi verdadera vida, y entretanto veo a mi cuerpo aquí,
en este cajón; me palpo y no me siento, y sin embargo siento que vivo, que
existo; ¿soy entonces dos seres? ¡Ah! Dejadme salir de esta noche; es una
pesadilla.
– Preg.
¿Has de permanecer por mucho tiempo así?
– Resp.
¡Oh! No, gracias a Dios, amigo mío; siento que pronto me despertaré; sería de
otro modo; tengo las ideas confusas; todo es nebuloso; pienso en la gran
división que acaba de hacerse... Todavía no comprendo nada.
– Preg.
¿Qué efecto te produjo la muerte?
– Resp.
¿La muerte? No estoy muerto, hijo mío, estás equivocado. Yo me levantaba y de
repente fui sorprendido como por una nebulosidad que descendió sobre mis ojos;
después me desperté, e imagínate mi extrañeza al verme, al sentirme vivo y al
ver al lado, sobre la losa, a mi otro yo acostado. Mis ideas estaban confusas;
anduve para restablecerme, pero no pude; vi a mi esposa llegar, velarme,
lamentarse y yo me preguntaba el porqué. Yo la consolaba, le hablaba, pero ella
no me respondía ni me comprendía; era esto lo que me torturaba y lo que dejaba
a mi Espíritu más perturbado. Sólo tú me has hecho bien, porque me has
escuchado y comprendido lo que quiero; tú me ayudas a ordenar mis ideas y me
haces un gran bien; pero ¿por qué los otros no hacen lo mismo? He aquí lo que
me tortura... El cerebro está oprimido ante este dolor... Iré a verla; quizás
ahora me escuche... Hasta luego, querido amigo; llámame e iré a verte...
Igualmente te haré una visita, amigo... He de sorprenderte... hasta luego.
Enseguida
el Sr. Adrien lo vio acercarse a su hijo que lloraba: se inclinó ante él,
permaneció un momento en esta posición y partió rápidamente. Él no había sido
escuchado, y sin duda pensaba haber producido un sonido; estoy persuadido
–agrega el Sr. Adrien– que aquello que él decía llegaba al corazón del niño; os
probaré esto. Lo he visto después: está más calmo.
Nota
– Este relato está de acuerdo con todo lo que ya habíamos observado sobre el
fenómeno de la separación del alma; con circunstancias totalmente especiales
confirma esa verdad de que después de la muerte el Espíritu aún está allí
presente. No cree tener delante de sí un cuerpo inerte, mientras que ve y
escucha todo lo que sucede a su alrededor, penetra el pensamiento de los
asistentes, y entre éstos y él no hay sino la diferencia entre la visibilidad y
la invisibilidad; las lágrimas hipócritas de ávidos herederos no pueden
infundirle respeto. ¡Cuántas decepciones deben los Espíritus sentir en ese
momento!
Tomado de La Revista Espírita
Diciembre de 1858
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