Por el Dr. Kerner; traducido del
alemán por el Sr. Alfred Pireaux.
La
historia del Espíritu golpeador de Dibbelsdorf encierra, al lado de su parte
cómica, una parte instructiva, como resalta de los extractos de antiguos
documentos publicados en 1811 por el predicador Capelle.
En
el último mes del año 1761, el 2 de diciembre a las seis de la tarde, una
especie de martilleo –que parecía venir del piso– se hizo escuchar en un cuarto
ocupado por Antoine Kettelhut. Éste lo atribuía a su empleado que quería
divertirse a costa de la doméstica, que por entonces estaba en el cuarto de las
hiladoras, y que salió para arrojar un balde de agua en la cabeza del travieso;
pero no encontró a nadie afuera. Una hora después volvió a comenzar el mismo
ruido y se pensó que la causa pudiese ser un ratón. Entonces, al día siguiente,
se examinaron las paredes, el techo, el parqué, pero no se encontró el menor
rastro de ratones.
A
la noche se escuchó el mismo ruido; entonces se pensó que la casa era peligrosa
para vivir, y los empleados domésticos ya no querían más permanecer en sus
cuartos en vigilia. Poco después el ruido cesó, pero reapareció a cien pasos de
allí, en la casa de Louis Kettelhut –hermano de Antoine– y con una inusitada
fuerza. Era en un rincón del cuarto que esa
cosa golpeadora se manifestaba.
Al
final la cuestión se volvió sospechosa para los lugareños, y el burgomaestre
dio parte a la justicia que, al principio, no quiso ocuparse de un asunto que
consideraba ridículo; pero bajo la constante presión de los habitantes, el 6 de
enero de 1762 la justicia se transportó a Dibbelsdorf para examinar el hecho
con atención. Las paredes y el techo fueron derribados, pero sin llevar a
ningún resultado, y la familia Kettelhut juró que no tenía relación alguna con
aquella cosa extraña.
Hasta
entonces nadie había conversado con el golpeador. Un individuo de Naggam,
armándose de coraje, le preguntó: –Espíritu golpeador, ¿aún estás ahí? Y un
golpe se hizo escuchar. –¿Puedes decirme cómo te llamas? Entre los varios
nombres que se le dijeron, el Espíritu dio un golpe al ser pronunciado el del
interlocutor. – ¿Cuántos botones tiene mi ropa? Fueron dados 36 golpes. Se
contaron los botones y exactamente eran 36.
A
partir de ese momento la historia del Espíritu golpeador se difundió por las
inmediaciones, y todas las tardes centenas de habitantes de Brunswick se
dirigían a Dibbelsdorf, como también ingleses y una multitud de extranjeros
curiosos; la muchedumbre se volvió tal que la milicia local no podía
contenerla; los lugareños tuvieron que reforzar la guardia de noche y fueron
obligados a sólo dejar entrar en fila a los visitantes.
La
concurrencia de público pareció estimular al Espíritu a manifestaciones más extraordinarias,
haciendo surgir signos de comunicación que probaban su inteligencia. Nunca se
confundió en sus respuestas: si se deseaba saber el número y el color de los
caballos que estaban en el frente de la casa, él lo indicaba con mucha
exactitud; al abrirse un libro de canto, colocándose el dedo fortuitamente en
una página y preguntando el número del fragmento musical –que inclusive era
desconocido por el interrogador–, luego una serie de golpes indicaba
perfectamente el número designado. El Espíritu no hacía esperar su respuesta,
porque ésta seguía inmediatamente a la pregunta. También anunciaba la cantidad
de personas que había en el cuarto, cuántas había afuera, designando el color de
los caballos, de las ropas, la posición y la profesión de los individuos.
Un
día, entre los curiosos se encontraba un hombre de Hettin – completamente
desconocido en Dibbelsdorf– que desde hacía poco habitaba en Brunswick.
Preguntó al Espíritu el lugar de su nacimiento y, para inducirlo a un error, le
mencionó un gran número de ciudades; cuando llegó al nombre de Hettin se
escuchó un golpe. Un astuto burgués, creyendo que hacía caer en falta al
Espíritu, le preguntó cuántos pfennings[1]
tenía en su bolsillo; le fue respondido el número exacto: 681. Le dijo a un
repostero cuántos biscochos había hecho por la mañana; a un vendedor, cuántos
metros de cinta había vendido en la víspera; a otro, la suma de dinero que
había recibido por correo en la antevíspera. Tenía un humor bastante jovial;
marcaba el compás cuando se lo pedían y, a veces, tan fuerte que el ruido era
ensordecedor. A la noche, durante la cena, después del benedícite, él golpeaba
el Amén. Esta señal de devoción no impidió que un sacristán, vestido con los
hábitos de exorcista, intentase expulsar al Espíritu; pero la conjuración
fracasó.
El
Espíritu no temía a nadie, y se mostró muy sincero en sus respuestas al duque
reinante Carlos y a su hermano Fernando, como a cualquier otra persona de menor
condición. Entonces, la historia tomó un aspecto más serio. El duque encargó a
un médico y a doctores en Derecho que examinaran los hechos. Estos eruditos
explicaron que los golpes se producían por la presencia de una fuente
subterránea. Mandaron cavar a ocho pies de profundidad, y naturalmente
encontraron agua, teniendo en cuenta que Dibbelsdorf está situada en la parte
baja de un valle; el agua brotó inundando el cuarto, pero el Espíritu continuó
golpeando en su rincón habitual. Entonces, los hombres de Ciencia creyeron ser
víctimas de una mistificación, y dieron al empleado el honor de tomarlo por
aquel Espíritu tan bien informado. Decían ellos que la intención del empleado
era la de seducir a la doméstica. Todos los habitantes del pueblo fueron
invitados a permanecer en esa casa un día establecido; al empleado le fueron
colocados guardias para vigilarlo, porque, según la opinión de los eruditos, él
debía ser el culpable; pero el Espíritu respondió nuevamente a todas las
preguntas. Al ser reconocido inocente, el criado fue puesto en libertad. Pero
la justicia quería un autor de esa fechoría: acusó al matrimonio Kettelhut por
el ruido del cual se quejaban, a pesar de que fueran personas muy benévolas,
honestas e irreprochables en todas las cosas, y aunque fuesen los primeros en
dirigirse a las autoridades desde el origen de las manifestaciones. Con
promesas y amenazas forzaron a una joven a testimoniar contra sus patrones. En
consecuencia, éstos fueron puestos en prisión, a pesar de las retractaciones
ulteriores de la joven, y de la confesión formal de que sus primeras
declaraciones eran falsas y que le habían sido arrancadas por los jueces. El
Espíritu continuó golpeando, pero ni siquiera por esto el matrimonio Kettelhut
dejó de estar preso durante tres meses, al cabo de los cuales fueron absueltos
sin indemnización, aunque los miembros de la comisión hubiesen resumido su
informe de la siguiente manera: «Todos los medios posibles para descubrir la
causa del ruido han sido infructuosos; tal vez el futuro nos esclarezca al
respecto». –El futuro aún nada ha enseñado.
El
Espíritu golpeador se ha manifestado desde el comienzo de diciembre hasta
marzo, época en la que dejó de escucharse. Se volvió a pensar que el empleado
–ya incriminado– debería ser el autor de todas esas jugarretas; pero ¿cómo él
habría podido evitar las trampas que le tendieron los duques, los médicos, los
jueces y tantas otras personas que lo interrogaron?
Observación – Si consentimos reportarnos a la fecha en que han
pasado las cosas que acabamos de relatar, y las comparamos con las que han
tenido lugar en nuestros días, encontraremos en ellas una identidad perfecta en
el modo de las manifestaciones y hasta en la naturaleza de las preguntas y
respuestas. Entretanto, ni América ni nuestra época han descubierto a los
Espíritus golpeadores –ni tampoco a los otros–, como lo demostraremos a través
de innumerables hechos auténticos más o menos antiguos. Hay, por lo tanto,
entre los fenómenos actuales y los de antaño una diferencia capital: es que
éstos últimos eran casi todos espontáneos, mientras que los nuestros se
producen casi a voluntad de ciertos médiums especiales. Esta circunstancia ha
permitido estudiarlos mejor y profundizar su causa. A esta conclusión de los
jueces: “Tal vez el futuro nos esclarezca al respecto”, el autor no respondería
hoy: El futuro aún nada ha enseñado. Al contrario, si este autor viviese
actualmente, sabría que el futuro ha enseñado todo, y la justicia de nuestros
días –más esclarecida que la de hace un siglo– no cometería errores que
recuerdan a los de la Edad Media, con relación a las manifestaciones espíritas.
Mucho tiempo antes nuestros propios sabios han penetrado en los misterios de la
Naturaleza como para no saber tener en cuenta las causas desconocidas; ellos
tienen demasiada sagacidad y no se exponen a los desmentidos de la posteridad,
como lo han hecho sus predecesores en detrimento de su reputación. Si algo
asoma en el horizonte, ellos no se apresuran en decir: “Eso no es nada”, por
miedo a que ese nada sea un navío; si no lo ven, se callan y esperan: ésta es
la verdadera sabiduría.
Tomado
de La Revista Espírita 1858.
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