martes, 6 de octubre de 2015

LA HOGUERA, EL LIBRO Y LA IDEA



I

Corría el año de 1801. La idea religiosa agonizaba en España a manos de la intransigencia católico-romana, y en vez de aquella, que está llamada a vivificarlo todo, se erguía, procaz y repugnante, el indiferentismo, que todo lo aniquila. Hallábase entonces nuestra patria dividida en dos muy distintos campos. En el uno, se agitaban y bullían, orgullosos de sus triunfos, los hombres que diciéndose guiados por la fe ciega, creen, tratándose de religión, hasta en el absurdo moral y en la herejía científica. Su lema era el siguiente: Sólo nosotros podemos salvarnos; su procedimiento se reducía a una palabra: ¡anatema! Y después, hablaban de Dios y de Cristo; de Dios, que nunca cesará de atraernos a todos, hasta que todos nos salvemos; de Cristo, que además de haber predicado el amor para con los enemigos, impetraba, al expirar, el perdón de los bárbaros é ingratos que le crucificaban.

En el otro campo, no se agitaba ni bullía nadie. Los que en él vegetaban, y eran muchos, casi todos los españoles, decían sonriendo maliciosamente: “gocemos de esta vida, que es lo único positivo. ¿Quién sabe, ni quién sabrá nunca en la tierra, lo que ha de venir después? Cubramos las apariencias, que así no nos molestarán, y vivamos”. Luego, iban al templo, y doblaban humildemente las rodillas, y se golpeaban el pecho, y murmuraban oraciones, o acaso hacían como si las murmurasen, creyéndose así autorizados para exigir orden y moralidad. ¡Orden, sin verdaderas é inquebrantables creencias religiosas! ¡Moralidad, cuando los mismos que la reclamaban eran esclavos de la hipocresía!

Los pocos hombres que amando sinceramente la religión, no la creían empero, reñida con la civilización; que reconociendo las excelencias de la fe, no la erigían sin embargo, en soberana de la razón, sino que á entrambas las armonizaban; esos hombres, pocos en número, no se congregaban en campo alguno; vivían diseminados, estudiando en el silencioso retiro del bufete, y aun así les señalaban con el dedo. ¿Para qué? Para llamarles réprobos y perseguirlos, los que se titulaban únicos verdaderos creyentes; para despreciarlos y llamarlos, cuando menos, tontos, los que sólo de la vida presente se curaban.

II

Tal, y no otro, era el estado de España, cuando en alas de la imprenta había llegado, desde los Estados-Unidos de América, a Francia, donde tomó cuerpo de doctrina, el germen de la nueva idea, el embrión de las creencias religiosas del porvenir. Francia, esa nación apóstol, y mártir, por lo mismo, en no pocas ocasiones, encargóse de iniciar la propaganda; y dando a aquél el hoy ya vulgar nombre de Espiritismo, comenzó la obra, ardua por más de un concepto. La razón empero, le servía de cimiento; la justicia de escudo; la caridad de lema, y a pesar de las diatribas de unos, de las mofas de otros y de las falsedades de todos, el germen se dilataba y crecía, y convirtiéndose en árbol corpulento y frondoso, extendía a todas partes sus ramas, llevando a todas partes su dulce y bienhechora sombra. Era el oasis en medio del desierto de la vida; el rayo de luz en mitad de las tinieblas del error, y todos los que, sobre amar la verdad, se sentían menesterosos de paz y sosiego, corrían a inscribirse en las banderas del Espiritismo que gritaba incesantemente: “la tierra es un mundo nada más, y no todo el mundo, como creen la ignorancia y la superstición. Esos miles, esos millones de soles y planetas que contemplan nuestros ojos, son otros tantos mundos, habitados quizá; habitables sin duda alguna. La vida, este segundo del inmenso reloj de la eternidad, es tan sólo una existencia, y no toda la existencia del Espíritu, como dicen la superstición y la ignorancia. El hombre vive tantas vidas cuantas lo son necesarias para rehabilitarse y alcanzar los supremos fines a que está llamado. La muerte no es una cesacíon, es una trasformación, y a pesar de aquella, y merced a la irresistible virtualidad del amor, los muertos para este planeta pueden comunicarse con los que aquí llamamos vivos”. Y cuando alguien le preguntaba con arrogancia o desdén: “¿en qué fundas tus afirmaciones?” El Espiritismo respondía: “unas en la justicia de Dios, otras en la experimentación; observa y estudia. La verdad no es un regalo; es un salario. Trabaja, obrero de la inteligencia, y ganarás tu salario”.

III

La idea no reconoce fronteras ni valladares. Gracias a la imprenta, se introduce en todas partes; y corriendo en hombros del vapor y volando en alas del rayo, convertido por la ciencia en servidor del hombre, ha suprimido, por decirlo así, el tiempo y el espacio. He aquí porqué, cuando en Francia el Espiritismo iba tomando cuerpo, en Cádiz lo experimentaban y comprobaban unos cuantos hombres de buena voluntad; de modo, que a la tierra de España había llegado ya la nueva idea, y en ella comenzaba a germinar. Pero no bastaba esto. Los espiritistas gaditanos estudiaban; se llenaban de inmenso placer ante las grandes verdades que iban progresivamente descubriendo, y aun se atrevían a comunicar en voz muy baja a algunos discretos amigos el fruto de aquellas primeras misteriosas investigaciones. Mas ¿qué es la voz humana, tratándose de divulgar una verdad? Poco menos que nada; pues ni logra exponerla en su cabal desenvolvimiento ni consigue llevarla al ánimo por medio de la reflexión. El vehículo de la verdad en su trayecto de inteligencia a inteligencia, no puede ser otro que el libro. Así lo comprendió inmediatamente Barcelona, la ciudad acaso más positivista de España, y sin pensarlo dos veces, sin perder un solo momento, pidió libros, que acallasen su hambre de saber, y Francia se los remitió sin pérdida de tiempo. Las primeras obras de Espiritismo que se vendieron en tierra española, vendiéronse clandestinamente en Barcelona; la primera traducción de las obras espiritistas que se hizo en España, hízose clandestinamente en Barcelona. — Suum cuique.

IV

Cuando los eternos y encarnizados enemigos de toda verdad emancipadora, supieron estas cosas, temblaron de ira, y juraron cerrar todas las puertas a la nueva idea. El mismo juramento hicieron los escribas, fariseos y doctores de la ley, cuando Cristo anunciaba a la humanidad entera, desde las pintorescas campiñas de la Judea, la buena nueva; lo que más tarde había de llamarse el Cristianismo. Estos últimos levantaron una cruz; aquellos encendieron una hoguera. Antes quemaban vivos a los que titulaban herejes, porque o anunciaban un nuevo principio, o no estaban conformes con los que como verdaderos se les indicaban. En la época á que nos referimos en este artículo, no podían quemar a los hombres; pero sí, sus obras. Hoy, gracias al incesante progreso, no pueden quemar ni obras, ni hombres. Ya era tiempo.

El 9 de Octubre de 1861 encendieron la hoguera en Barcelona, en el sitio que allí llaman la Esplanada, y donde se aplica a los criminales la terrible pena de muerte. La mandó encender un obispo cristiano, uno que se titulaba discípulo de Cristo, del varón justo que incluyó entre las virtudes la caridad y la humildad, y entro los deberes ineludibles el perdón de las ofensas. Presidió el vergonzoso acto un presbítero, revestido de todas sus insignias, llevando en la una mano la cruz, y en la otra una antorcha encendida; la antorcha, símbolo de la verdad; la cruz, emblema de la redención, y esto cuando se intentaba esclavizar la conciencia a una determinada doctrina, y cuando con el humo de una hoguera se quería ocultar la luz de nuevas verdades. ¡Qué sarcasmo¡—Tampoco faltó la figura del escriba en aquel Calvario. Un escribano, un representante de la ley, de la que se nos decía entonces que era protectora del hombre y de su hacienda, levantó la competente acta de aquella ceremonia, infamante para los que la decretaban.

Uno tras otro, cayeron centenares de volúmenes entre las destructoras llamas; el pueblo, generoso siempre, prorrumpió en gritos de justa indignación; pero el acto se llevó hasta su total realización. Cuando los que llamaremos sacrificadores— por no darles otro nombre—satisfechos de su obra, en la creencia de que habían acabado con la nueva doctrina, se retiraban del lugar del sacrificio, el pueblo se arrojó sobre la hoguera, aun humeante, y pudo arrebatar a su voracidad algunos fragmentos de páginas. En unos se leía: pluralidad de mundos habitados; en otros, pluralidad de existencias del alma; en éstos: comunicación del-mundo visible con el invisible; en aquellos: no existen penas eternas, y en todos: FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN POSIBLE. Reducido a sus leyes fundamentales, todo el Espiritismo, ¿qué más necesitaba la inteligencia estudiosa?

Lo que luego ha sucedido, ya lo saben los lectores. La hoguera aquella se extinguió, el libro se vende hoy públicamente, la idea cuenta por millares los adeptos y los hace  numerosísimos y con pasmosa rapidez. — ¿Quién pudo detenerla? Nadie. ¿Quién podrá detenerla? Nadie tampoco.


MANUEL CORCHADO
Madrid, 9 de Noviembre de 1872.

1 comentario:

Luz Stella Toledo dijo...

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