I
Corría
el año de 1801. La idea religiosa agonizaba en España a manos de la
intransigencia católico-romana, y en vez de aquella, que está llamada a
vivificarlo todo, se erguía, procaz y repugnante, el indiferentismo, que todo
lo aniquila. Hallábase entonces
nuestra patria dividida en dos muy distintos campos. En el uno, se agitaban y
bullían, orgullosos de sus triunfos, los hombres que diciéndose guiados por la
fe ciega, creen, tratándose de religión, hasta en el absurdo moral y en la herejía científica. Su lema era el siguiente: Sólo
nosotros podemos salvarnos; su procedimiento se reducía a una palabra: ¡anatema!
Y después, hablaban de Dios y de Cristo; de Dios, que nunca cesará de
atraernos a todos, hasta que todos nos salvemos; de Cristo, que además de haber
predicado el amor para con los enemigos, impetraba, al expirar, el perdón de
los bárbaros é ingratos que le crucificaban.
En
el otro campo, no se agitaba ni bullía nadie. Los que en él vegetaban, y eran muchos, casi todos los españoles, decían
sonriendo maliciosamente: “gocemos de esta vida, que es lo único positivo.
¿Quién sabe, ni quién sabrá nunca en la tierra, lo que ha de venir después?
Cubramos las apariencias,
que así no nos molestarán, y vivamos”. Luego, iban al templo, y doblaban
humildemente las rodillas, y se golpeaban el pecho, y murmuraban oraciones, o
acaso hacían como si las
murmurasen, creyéndose así autorizados para exigir orden y moralidad. ¡Orden, sin verdaderas é
inquebrantables creencias religiosas! ¡Moralidad, cuando los mismos que la
reclamaban eran esclavos
de la hipocresía!
Los pocos hombres que amando sinceramente la religión, no la
creían empero, reñida con la civilización;
que reconociendo las excelencias de la
fe, no la erigían sin embargo, en soberana de la razón, sino que á
entrambas las armonizaban; esos hombres, pocos en número, no se congregaban en
campo alguno; vivían diseminados, estudiando en el silencioso retiro del
bufete, y aun así les señalaban con el dedo. ¿Para qué? Para llamarles réprobos
y perseguirlos, los que se titulaban únicos verdaderos creyentes; para
despreciarlos y llamarlos, cuando menos, tontos, los que sólo de la vida
presente se curaban.
II
Tal, y no otro,
era el estado de España, cuando en alas de la imprenta había llegado, desde los
Estados-Unidos de América, a Francia, donde tomó cuerpo de doctrina, el germen de
la nueva idea, el embrión de las creencias religiosas del porvenir. Francia,
esa nación apóstol, y mártir, por lo mismo, en no pocas ocasiones, encargóse de
iniciar la propaganda; y dando a aquél el hoy ya vulgar nombre de Espiritismo,
comenzó la obra, ardua por más de un concepto. La razón empero, le servía de
cimiento; la justicia de escudo; la caridad de lema, y a pesar de las diatribas
de unos, de las mofas de
otros y de las falsedades de todos, el germen se dilataba y crecía, y
convirtiéndose en árbol corpulento y frondoso, extendía a todas partes sus
ramas, llevando a todas partes su dulce y bienhechora sombra. Era el oasis en
medio del desierto de la vida; el rayo de luz en mitad de las tinieblas del
error, y todos los que, sobre amar la verdad, se sentían menesterosos de paz y sosiego, corrían a
inscribirse en las banderas del
Espiritismo que gritaba incesantemente: “la tierra es un mundo nada más,
y no todo el mundo, como creen la ignorancia y la superstición. Esos miles,
esos millones de soles y planetas que contemplan nuestros ojos, son otros
tantos mundos, habitados quizá; habitables sin duda alguna. La vida, este
segundo del inmenso reloj de la eternidad, es tan sólo una existencia, y no toda
la existencia del Espíritu, como dicen la superstición y la ignorancia. El
hombre vive tantas vidas cuantas lo son necesarias para rehabilitarse y
alcanzar los supremos fines a que está llamado. La muerte no es una cesacíon, es una trasformación,
y a pesar de aquella, y merced a la irresistible virtualidad del amor, los
muertos para este planeta pueden comunicarse con los que aquí llamamos vivos”.
Y cuando alguien le preguntaba con arrogancia o desdén: “¿en qué fundas tus
afirmaciones?” El Espiritismo respondía: “unas en la justicia de Dios, otras en
la experimentación; observa y estudia. La verdad no es un regalo; es un
salario. Trabaja, obrero de la inteligencia, y ganarás tu salario”.
III
La idea no
reconoce fronteras ni valladares. Gracias a la imprenta, se introduce en todas
partes; y corriendo en hombros del vapor y volando en alas del rayo, convertido
por la ciencia en servidor del hombre, ha suprimido, por decirlo así, el tiempo
y el espacio. He aquí porqué, cuando en Francia el Espiritismo iba tomando
cuerpo, en Cádiz lo experimentaban y comprobaban unos cuantos hombres de buena
voluntad; de modo, que a la tierra de España había llegado ya la nueva idea, y en
ella comenzaba a germinar. Pero no bastaba esto. Los espiritistas gaditanos estudiaban;
se llenaban de inmenso placer ante las grandes verdades que iban
progresivamente descubriendo, y aun se atrevían a comunicar en voz muy baja a
algunos discretos amigos el fruto de aquellas primeras misteriosas
investigaciones. Mas ¿qué es la voz humana, tratándose de divulgar una verdad?
Poco menos que nada; pues ni logra exponerla en su cabal desenvolvimiento ni
consigue llevarla al ánimo por medio de la reflexión. El vehículo de la verdad
en su trayecto de inteligencia a inteligencia, no puede ser otro que el libro. Así
lo comprendió inmediatamente Barcelona, la ciudad acaso más positivista de
España, y sin pensarlo dos veces, sin perder un solo momento, pidió libros, que
acallasen su hambre de saber, y Francia se los remitió sin pérdida de tiempo. Las
primeras obras de Espiritismo que se vendieron en tierra española, vendiéronse
clandestinamente en Barcelona; la primera traducción de las obras espiritistas
que se hizo en España, hízose clandestinamente en Barcelona. — Suum cuique.
IV
Cuando los
eternos y encarnizados enemigos de toda verdad emancipadora, supieron estas cosas,
temblaron de ira, y juraron cerrar todas las puertas a la nueva idea. El mismo
juramento hicieron los escribas, fariseos y doctores de la ley, cuando Cristo
anunciaba a la humanidad entera, desde las pintorescas campiñas de la Judea, la
buena nueva; lo que más tarde había de llamarse el Cristianismo. Estos últimos
levantaron una cruz; aquellos encendieron una hoguera. Antes quemaban vivos a
los que titulaban herejes, porque o anunciaban un nuevo principio, o no estaban
conformes con los que como verdaderos se les indicaban. En la época á que nos
referimos en este artículo, no podían quemar a los hombres; pero sí, sus obras.
Hoy, gracias al incesante progreso, no pueden quemar ni obras, ni hombres. Ya
era tiempo.
El 9 de Octubre
de 1861 encendieron la hoguera en Barcelona, en el sitio que allí llaman la Esplanada,
y donde se aplica a los criminales la terrible pena de muerte. La mandó
encender un obispo cristiano, uno que se titulaba discípulo de Cristo, del
varón justo que incluyó entre las virtudes la caridad y la humildad, y entro
los deberes ineludibles el perdón de las ofensas. Presidió el vergonzoso acto
un presbítero, revestido de todas sus insignias, llevando en la una mano la
cruz, y en la otra una antorcha encendida; la antorcha, símbolo de la verdad;
la cruz, emblema de la redención, y esto cuando se intentaba esclavizar la
conciencia a una determinada doctrina, y cuando con el humo de una hoguera se
quería ocultar la luz de nuevas verdades. ¡Qué sarcasmo¡—Tampoco faltó la
figura del escriba en aquel Calvario. Un escribano, un representante de la ley,
de la que se nos decía entonces que era protectora del hombre y de su
hacienda, levantó la competente acta de aquella ceremonia, infamante para los
que la decretaban.
Uno tras otro, cayeron
centenares de volúmenes entre las destructoras llamas; el pueblo, generoso siempre,
prorrumpió en gritos de justa indignación; pero el acto se llevó hasta su total
realización. Cuando los que llamaremos sacrificadores— por no darles otro
nombre—satisfechos de su obra, en la creencia de que habían acabado con
la nueva doctrina, se retiraban del lugar del sacrificio, el pueblo se arrojó
sobre la hoguera, aun humeante, y pudo arrebatar a su voracidad algunos
fragmentos de páginas. En unos se leía: pluralidad de mundos habitados;
en otros, pluralidad de existencias del alma; en éstos: comunicación del-mundo
visible con el invisible; en aquellos: no existen penas eternas, y
en todos: FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN POSIBLE. Reducido a sus
leyes fundamentales, todo el Espiritismo, ¿qué más necesitaba la inteligencia
estudiosa?
Lo que luego ha
sucedido, ya lo saben los lectores. La hoguera aquella se extinguió, el libro se
vende hoy públicamente, la idea cuenta por millares los adeptos y los hace numerosísimos y con pasmosa rapidez. — ¿Quién
pudo detenerla? Nadie. ¿Quién podrá detenerla? Nadie tampoco.
MANUEL
CORCHADO
Madrid, 9 de Noviembre de 1872.
1 comentario:
YA NO SE PUEDE OCULTAR EL SOL CON UN DEDO
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