domingo, 11 de enero de 2015

El hombre por la mitad




Por: José Herculano Pires

La percepción espiritual que el hombre tiene de sí mismo, innata y natural, se desarrolló en las civilizaciones de la Antigüedad, a partir del ciclo de las civilizaciones agrarias y pastoriles, en un sentido global. El hombre sentía e intuía la totalidad de su naturaleza. Por eso, no hubo, en ninguna parte, ningún tipo de filosofía materialista. La concepción materialista del hombre apareció tardíamente, como resultado de su desarrollo mental y del aguzamiento de su curiosidad.



Las filosofías antiguas, actualmente denominadas como materialistas o precursoras del materialismo — aún en los tiempos más recientes del pensamiento griego — se fundamentaban en principios espirituales y tendían hacia explicaciones teológicas. La presencia de Dios es constante en toda la Antigüedad, desde las selvas hasta las civilizaciones teocráticas.



En la Edad Media tuvimos el cierre del último ciclo de la evolución de las civilizaciones antiguas. En ella se resolvió el proceso dialéctico de la evolución mundial, en la confluencia de las conquistas occidentales y orientales, para la síntesis de Caldeirão de Dilthey, en que, según la conocida tesis de este filósofo, las concepciones filosóficas en la visión del mundo de griegos, judíos y romanos se fundían — en la lenta elaboración del Milenio — para que pudiese surgir el Mundo Moderno, a través del Renacimiento europeo. Renacían en Europa las principales conquistas espirituales de las antiguas civilizaciones. El Racionalismo griego dirigía las corrientes en fusión en la búsqueda de lo real. La nueva civilización se oponía al Espiritualismo fantasioso de la Antigüedad y las idealizaciones del platonismo, interesándose por el objetivismo aristotélico y sus tentativas de conocimiento material del Mundo, de las cosas y de los seres. Solo entonces se creaba el ambiente propicio para el desarrollo de las formas de interpretación materialista.



Ese viraje de la mente hacia los problemas terrenales, necesario y productivo, liberaba y aguzaba la curiosidad humana por los misterios de la Naturaleza, hasta entonces envueltos en las especulaciones mentales y en las fabulaciones de la afectividad anímica. Durante el milenio medieval la razón se desarrolla y perfecciona, despuntando en René Descartes y Francis Bacon hacia los avances metodológicos de la investigación científica. El teólogo disidente Abelardo aparece en ese contexto como el precursor de Descartes. Su rebelión les costó caro, pero su libro Sic et Non y su famoso caso con Eloísa sacudieron para siempre los fundamentos del Mundo Antiguo. En vano la Iglesia lucharía para mantener su dominio absoluto. La síntesis que abriría los nuevos tiempos era impulsada por las fuerzas de la evolución y del proceso histórico. Nada podría detener su desarrollo.



Como en todos los momentos de transición, el mundo se transformó en un pandemonio y los espíritus más vigorosos, por lo tanto más rebeldes, se volvieron en contra de la dogmática eclesiástica, proclamaron el advenimiento de la Razón y negaron el concepto espiritual del hombre, cortándolo por la mitad. Palabras como Espíritu y Alma fueron consideradas como residuos de un pasado de fábulas e ignorancia. En las luchas que se sucedieran, con el desarrollo científico y la revelación progresiva de los antiguos arcanos de la Naturaleza, las Ciencias heredaron para su estudio e investigación solo la mitad del hombre. A otra mitad fue puesta de lado como un artículo de Museo, válida solo para el vulgo inculto. Fue con verdadera euforia que los hombres se vieron libres de las responsabilidades de una vida que no se extingue en la tumba. Y los científicos, en general, se ufanaran de haber descubierto que no pasan de ceniza y polvo.



Los métodos de investigación científica se desenvolvieron en el plano sensorial, pues solo lo que era visible y palpable podía ser considerado como real. Se fundó así la Civilización Mundial del tacto, apoyada en la tecnología de las máquinas que, hasta entonces, no captaban fantasías o fantasmas. Relegado al cesto de papeles viejos, el hombre espiritual (nada menos que la mitad del hombre real) no merecía la atención de los sabios. Augusto Comte rechazó la Psicología, Pavlov y Watson descubrirían la Psicología sin alma (una ciencia sin objeto), Marx y Engels fundaron el Materialismo Científico. Y Sartre, hasta hoy, acompañado por la decadente figura de René Sudre, proclama la gloria de la nihilización del hombre. Los científicos que se atrevieran a probar la realidad del espíritu, como Crookes, Richet, Zöllner, Gibier, Osty, Geley, fueron considerados ingenuos o locos. Morselli, para salvar a esos colegas creo la maravillosa novedad del Espiritismo sin Espíritus. Solo faltó crear la Humanidad sin hombres, lo que quedó reservado para nuestros días, con el maravilloso descubrimiento de la bomba de neutrones.



En el plano religioso aconteció el más sorprendente de los fenómenos. Los teólogos cristianos proclamaron la Muerte de Dios, basados en el testimonio del Loco de Nietzsche y fundaron el Cristianismo Ateo. Ante ese panorama de locuras científicas era natural que la Psicología sin alma generase una hija también desalmada: la Psiquiatría del Libertinaje, que le dio la mano a la Toxicomanía y salió con ella para incentivar a los hombres al gozo de la vida sin compromisos ni responsabilidades.



En la mitología griega los andróginos eran duplos, fuertes y veloces. Intentaron escalar el Olimpo para hacerse dioses, pero Zeus los cortó por el medio y los devolvió mutilados a ras del suelo. Ese hombre mutilado pobló la Tierra y fue el que los científicos mutilaron de nuevo, reduciéndolo a solo un cuarto del hombre original. No es de admirar que ese homúnculo actual — reprimido, vanidoso e insolente como aquel pedacito de fermento del Lobo de Mar de Jack London — este ahora explotando en la angustia y en los delirios de su impotencia. Perdiendo su mitad espiritual, entraran en las crisis del histerismo colectivo, fascinadas únicamente por las fuerzas magnéticas del sexo y arrastradas a todos los desvaríos de una esquizofrenia catatónica. La ceguera materialista completa ese espectáculo. Vampiros y parásitos no hacen más que atender a los llamados de la carne sin alma que agoniza en la angustia existencial. Sólo hay un remedio para el enfermo sin esperanza: la vuelta al espíritu. Mientras, como enseña Hubert, el hombre no comprenda que es espíritu y tiene que vivir como espíritu y no como los animales-máquinas de Descartes, no habrá más tranquilidad y esperanza en la Tierra, que dejó de ser la Tierra de los Hombres de Saint-Exupéry para transformarse en el dominio alucinado de los vampiros. El ciclo infernal se define así: los hombres vampirizados mueren, se transforman en vampiros para vampirizar a los que nacen. 

La concepción materialista del hombre reduce a la Humanidad a una especie de animal sin perspectivas. La vida, los sueños, los anhelos humanos se transforman en espejismos y alucinaciones sin sentido. Si hubiese solo una justificativa lógica para esa concepción aún se podría aceptar el curso intensivo de esa moneda falsa en el mercado mundial de las ilusiones. Los espejismos del desierto pueden ser explicados por los fenómenos de refracción de la luz, pero ese espejismo conceptual no se justifica por refracción óptica o mental, ni por refracción histórica, ni por investigaciones antropológicas o psicológicas. Toda la Historia Humana se asienta, en todas partes, en la intuición universal de la naturaleza espiritual del hombre. La novedad materialista del Siglo XIII brotó de varios equívocos en la lucha contra los absurdos y los desmanes de la Iglesia, basados en la idea de poderes divinos supuestamente concedidos a los clérigos a través de rituales de origen salvaje. La raíz del materialismo es el tacape[1] del cacique, seco y muerto, del cual solo podría brotar las serpientes del bastón de Moisés en la sala del Faraón.



Históricamente el materialismo nació del sofisma, que es una negación de la verdad, de la que se servirían los sofistas griegos para negar la posibilidad del conocimiento real. El Materialismo Científico vale históricamente por su reivindicación social, más el error fatal de la inversión de la Dialéctica de Hegel lo coloca hoy, en posición filosófica retrógrada. Le falta la luz del espíritu y cuando esta aparece, iluminado por manos piadosas, huye a toda prisa, no puede soportarla, como sucedió recientemente en la Universidad de Kirov, con el incómodo descubrimiento del cuerpo espiritual del hombre por científicos soviéticos.



Es curioso que, a pesar del acelerado desarrollo científico de nuestro tiempo, estamos aún apegados al método deductivo — empirista del largo pasado humano. Los métodos de la investigación tecnológica nos sirven para descubrimientos sorprendentes en las investigaciones fragmentarias de la realidad exterior, pero en lo concerniente a los problemas de la esencia y de la naturaleza humana no avanzamos un paso más allá de la imaginación. Nuestro barco mental encalló en las aguas turbias de las ideas hechas y de las deducciones precipitadas del proceso teológico. El misticismo de los creyentes religiosos se transformó, en la era científica, en una forma espuria de la mitología de Bacon, fundada en la idolatría supuesta de las soluciones mentales. Continuamos apegados a los ídolos del pensamiento baconiano. Imantados a preconceptos de milenios, nos precipitamos en conclusiones envejecidas, sin el menor respeto por el método cartesiano. Modelamos nuestra imagen en la roca, con el cincel de Miguel Ángel y, como el, queremos forzar esa imagen a hablar. No creemos en la evidencia de la Física, con miedo de volatilizarnos en la realidad atómica que nos revela la inconsistencia de la carne, de sus formas desgastantes y mortales. Consideramos a la Física válida para las cosas más duras que nosotros, pero mantenemos intacta la imagen del hombre carnal. Le tememos a nuestra propia dispersión en el espacio y queremos escondernos en las cavernas de Bacon. Descartes, el espadachín atrevido, nos aterroriza más que las explosiones atómicas. Viajamos hacia la Luna envueltos en escafandras de seguridad y volvimos de los viajes espaciales asustados y aferrados a las ideas esquemáticas de los teólogos medievales, como aconteció con los astronautas americanos. El instinto de conservación animal predomina sobre la razón científica y nos tornamos místicos como los frailes auto-flagelantes. Las máquinas americanas de producción de sectas religiosas en serie funcionan a un ritmo acelerado que da miedo, aumentando de manera atemorizante la capacidad de exportación de pastores americanos hacia todo el mundo.



Los astronautas soviéticos, materialistas, vuelven del espacio sideral alardeando que Dios no existe porque ellos no lo encontraron en los suburbios orbitales del planeta. Repetirán, en escala cósmica, las bravuconadas infantiles de los cirujanos del siglo XVIII que se vanagloriaban de nunca haber encontrado el alma en la punta de sus bisturís. Los siglos pasan, el conocimiento avanza, pero las orejas de Midas continúan plantadas en la Tierra. Hasta un filósofo como Bertrand Russel, innegablemente lúcido, se desliza en la lógica declarando que, a pesar de los estragos hechos con el concepto de materia, la verdad es que las leyes físicas continúan en vigor. La hipnosis materialista entorpece los cerebros. Por otro lado, el apego del hombre al cuerpo material perecible, alimento de los gusanos — no deja a los más ilustrados materialistas, enemigos férreos de Dios, percibir que, con ese apego, rinden homenaje al supuesto enemigo en esa obstinada idolatría de la carne. Combaten al Creador pero no quieren salir del corral de sus creaciones efímeras.



En su libro Los Extraños Fenómenos de la Psique Humana, Vasiliev nos ofrece una nueva imagen del Prometeo encadenado a las rocas del Cáucaso, con su hígado devorado por los buitres. Y la imagen trágica de un Prometeo a la inversa, que no robo el fuego del cielo, en que no cree, pero lucha desesperadamente para mantener acceso al fuego terreno de Vesta, después que las mismas vestales del materialismo lo apagaran. El notable científico soviético se hace campeón del absurdo para irse contra las más recientes e indescifrables conquistas espiritualistas de las Ciencias. Vigilado por el Leviatán del Estado, gasta su inteligencia y su conocimiento transitorio, debatiéndose inútilmente en la lucha contra la verdad eterna de la naturaleza espiritual del hombre. Como Bertrand Russel, no percibe que las leyes físicas descubiertas por las investigaciones científicas no son más que los fundamentos de la realidad material generada e sustentada por el poder creador el Espíritu. Esas leyes no hacen parte de la concepción materialista, pero sí de la estructura de la Realidad Total en que la materia se inserta en el plano sensorial ilusorio. Bertrand, Vasiliev e René Sudre — ese corrillo chismoso y centenario de la batalla contra el espíritu — no percibieron aún que sus uñas, sus cabellos y sus ojos no son lo que ellos ven y sienten, sino plasmas atómicos, plasmas oscuros y condensados por el condicionamiento de nuestros sentidos, en las formas de percepción ilusoria de la realidad real, que solo ahora estamos descubriendo.



El hombre por la mitad, esa visión parcial el hombre que hoy poseemos, es simplemente un animal dotado de instintos, entre los cuales sobresale el de la reproducción de la especie. El psiquismo humano no existe, es fisiológico y no psíquico. De ahí la falencia de la Psicología Terapéutica e especialmente de la Psiquiatría Libertina. Por eso, los psiquiatras honestos se apegan hoy a los recursos del Espiritismo — La Ciencia del Espírito, fundada por Kardec —, la única ciencia real, basada en la investigación de los fenómenos, capaz de completar nuestra visión del hombre de manera positiva. Solo un psiquiatra dotado de recursos espíritas puede enfrentar con eficacia los extraños fenómenos de la Psique humana que aturden a los especialistas más experimentados.

Tomado del libro Vampirismo
Traducción al español: Oscar Cervantes Velásquez
Centro de Estudios Espíritas Francisco de Asís
Santa Marta – Colombia
Enero 11 de 2015


[1] Arma ofensiva usada por los indios, hecha de madera, semejante a una pequeña espada. Nota del traductor.

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