César, Allan Kardec y los druidas, Napoleón (fotomontaje). |
Aquellos
días eran turbulentos para Napoleón Bonaparte. Seguían las insurrecciones y los
planes para quitarle la vida.
Después
de firmar con el Papa Pío VII el Concordato con el Vaticano, en 1801, reunió a
los abogados más eméritos y a los jurisconsultos más notables del país, con el
fin de redactar un código civil que acabara con los privilegios en el país,
fundando así el Estado social de la Franceses.
Había
firmado el tratado de paz de Amiens, en 1802, con Inglaterra, siendo elegido
cónsul por un período de diez años, que fue cambiado a perpetuidad, poco
después, en 1803.
Sin
embargo, como la paz reinaba en el continente europeo por primera vez desde la
Revolución, se descubrió un complot de los jacobinos interesados en
su muerte, que pronto fue desbaratado. Los realistas ya habían intentado quitarle la vida en 1800,
lo que se repitió en
1804, cuando Cadoudal formó un
grupo de sesenta adversarios dispuestos a quitarle su existencia física. Descubierto el sórdido complot, el
primer cónsul arrestó a algunos enemigos, exilió a otros y condenó a muerte al
duque de d´Enghien, quien fue fusilado.
Ante
las sucesivas amenazas de muerte, el Senado decidió concederle un título
hereditario, con el fin de salvar el código civil y las instituciones
republicanas, en la mira de los realistas, proclamándolo Emperador de los
franceses, en la condición de Napoleón I, en 1804. Un plebiscito confirmó,
inmediatamente, esta decisión del Senado y, el 2 de diciembre de ese mismo año,
en la iglesia de Notre Dame, con la presencia del Papa Pío VII, que había sido
especialmente invitado para la solemnidad, fue consagrado con el mismo ritual y
pompa que se utilizaron en el pasado, en honor de Carlomagno, confirmándolo
Emperador de los franceses.
Portador
de un temperamento impulsivo y rebelde, en el momento de su coronación,
rompiendo el protocolo, Napoleón tomó la corona de manos del Papa, a quien
detestaba, y se lo ciñó, repitiendo el gesto con Josefina, en la condición de
emperatriz.
A
pesar de todas estas circunstancias, una psicósfera de armonía y esperanza
flotaba sobre Francia. Esto porque, dos meses antes de la coronación del
emperador, en Lyon, región de las antiguas Galias lugdunenses, reencarnaba el 3
de octubre del mismo año 1804, Hippolyte Léon Denizard Rivail, emisario de
Jesús, para reconstruir la sociedad terrestre, iluminándola y liberándola de la
ignorancia con el grandioso mensaje del Espiritismo.
En remotas
épocas, César y Kardec estuvieron en la misma tarea terrenal. El primero, había
llegado a las Galias, ampliando los horizontes del mundo y sometiéndolos al
gobierno del Imperio Romano, haciendo que la lengua latina adquiriera el
estatus de universalidad, con vistas a la futura difusión del Evangelio de
Jesús, sin que el emperador lo supiese... El segundo, para preservar la
creencia en la inmortalidad del alma y la Justicia Divina entre los druidas, en
cuyo grupo había renacido.
Los
dos misioneros se volvieron a encontrar. César, como Napoleón, conquistando
Europa, en su sueño de un Estado único que tuviera a París como capital,
difundió la lengua francesa, y Allan Kardec, renació como Denizard Rivail, para
expandir el pensamiento de Jesús a través de los nobles vehículos de la
Ciencia, de la Filosofía y de la ética-moral con consecuencias religiosas.
Mientras
Denizard avanzaba en la conquista del conocimiento, en Iverdun, Suiza, con el insigne
maestro Pestalozzi, el Corso, fascinado con el carro de la guerra, siguió
desatando interminables luchas, siendo derrotado, más de una vez, por sus
enemigos, regresó a París siendo desterrado nuevamente a Santa Elena, donde desencarnó
abandonado, el 5 de mayo de 1821.
Mientras
la estrella del insigne guerrero, derrotado por su propia tiranía, se apagaba,
dejando, sin embargo, un inmenso campo por acrisolar, el Prof. Denizard Rivail
se erguía como educador emérito, ofreciendo a Francia y a los países
francófonos la pedagogía liberadora de su ilustre educador, preparándose para
la tarea misionera que desempeñaría como Allan Kardec.
Ambos,
Espíritus audaces y valientes, cada uno en un área específica de la actividad
humana, se dedicaron con desinterés al ministerio para el que reencarnaron,
siendo uno vencido por la pasión guerrera, mientras el otro lograba el triunfo
como apóstol de la sabiduría y la paz...
Mientras
César tenía la tarea de apaciguar a los pueblos, reuniéndolos en una sola
familia, a pesar del uso cruel de la guerra, Allan Kardec desplegaba la bandera
de la fraternidad para unir a todos los hombres y mujeres bajo el postulado
FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN.
Ambos marcaron una época en
la Historia de la Humanidad, correspondiendo a quien codificó el Espiritismo la
gloriosa misión de finalizar el viaje físico, de manera triunfal, legando a la
posteridad el incomparable tesoro de la Doctrina Espírita.
Evocando su cuna de luz hace doscientos años, cuando se sumergió en las sombras del cuerpo físico para
convertirse en el mensajero del Consolador prometido por Jesús, nos corresponde
a todos nosotros, espíritas, agradecerle su grandeza moral y la renuncia de apóstol,
de cuyos beneficios nos convertimos en legatarios, proclamando nuestra júbilo y
gratitud insuperable.
Libreria Espírita Alvorada
Editora, 2009.