martes, 21 de febrero de 2023

ESTADÍSTICA DE LOS SUICIDIOS

 


Revista Espírita –Periódico de Estudios Psicológicos,

5.o año, n.o 7, julio de 1.862

 

Se lee en el Siècle del ... de mayo de 1.862: «En la Comédie sociale au dix-neuvième siècle, el nuevo libro que el señor B. Gastineau acaba de publicar con la editorial Dentu, encontramos esta curiosa estadística de los suicidios:» Se ha calculado que, desde el inicio del siglo, el número de los suicidios en Francia no se eleva a menos de 300 000; y esa estimación tal vez no alcance la verdad, pues la estadística sólo proporciona resultados completos a partir del año 1.836. De 1.836 a 1.852, es decir, en un período de diecisiete años, hubo 52.126 suicidios, un promedio de 3.066 al año. En 1.858, se contaron 3.903 suicidios, de los cuales 853 fueron de mujeres y 3.050 de hombres; en fin, siguiendo la última estadística que vimos en el curso del año 1.859, 3.899 personas se suicidaron, a saber 3057 hombres y 842 mujeres.

» Al constatar que el número de suicidios aumenta cada año, el señor Gastineau deplora, en términos elocuentes, la triste monomanías que parece haberse apoderado de la especie humana».

He aquí una oración fúnebre realizada muy rápidamente sobre los infelices suicidas. La cuestión nos parece, sin embargo, suficientemente grave como para merecer un examen serio. Tal como están las cosas, el suicidio ya no es un hecho aislado y accidental; con toda razón, puede ser considerado como un mal social, una verdadera calamidad. Ahora bien, un mal que se lleva regularmente de 3.000 a 4000 personas al año sólo en un país y que sigue una progresión creciente no se debe a una causa fortuita; hay necesariamente una raíz, de la misma manera que cuando se ve a un gran número de personas que mueren de la misma enfermedad; esto debe llamar la atención de la ciencia y despertar la preocupación de la autoridad. En semejante caso, las personas se limitan a constatar, en general, el tipo de muerte y el modo empleado para causársela, mientras que ignoran el elemento esencial, el único que puede ayudar a encontrar el remedio: el motivo determinante de cada suicidio; se llegaría a constatar así la causa predominante; pero, a menos que haya circunstancias bien caracterizadas, se considera más simple y más expeditivo sobrecargar a la categoría de los monomaníacos y de los maníacos.

Indudablemente, hay suicidios por monomanía, cometidos fuera del imperio de la razón, como aquellos, por ejemplo, que ocurren en la locura, en el delirio, en la embriaguez; aquí la causa es puramente fisiológica. Pero, al lado de eso, se encuentra la categoría, mucho más numerosa, de los suicidios voluntarios, cometidos con premeditación y con pleno conocimiento de causa. Ciertas personas piensan que el suicida jamás está completamente en su buen juicio; es un error, con el que estuvimos de acuerdo en otro tiempo, pero que ha caído ante una observación más atenta. Es bastante racional, de hecho, pensar que, al estar el instinto de conservación en la naturaleza, la destrucción voluntaria debe ser algo que está en contra de la naturaleza y que tal es el motivo por el cual se ve frecuentemente ese instinto prevalecer, en el último momento, sobre la voluntad de morir; de donde se ha concluido que, para cometer ese acto, es necesario que ya se haya perdido toda la razón. Sin duda, hay muchos suicidas que son dominados, en ese instante, por una especie de vértigo y sucumben a un primer momento de exaltación; si el instinto de conservación prevalece al final, son como las personas que salen de la embriaguez y vuelven a apegarse a la vida. Pero es muy evidente también que muchos se matan a sangre fría y con previa reflexión. La prueba de eso está en las precauciones calculadas que toman, en el orden que ponen en sus negocios de manera razonada, lo que no es una característica de la locura.

Haremos observar, de paso, un rasgo característico del suicidio: es que los actos de esa naturaleza cometidos en los lugares completamente aislados y deshabitados son excesivamente raros. El hombre perdido en los desiertos o sobre el océano morirá de privaciones, pero no se suicidará, incluso cuando no espere ningún socorro. Aquel que quiere quitarse voluntariamente la vida aprovecha bien el momento en el que está solo para no ser detenido en su propósito, pero lo hace de preferencia en los centros populosos, donde su cuerpo tiene, por lo menos, alguna posibilidad de ser encontrado. Uno se lanzará de lo alto de un monumento en el centro de una ciudad, lo que no haría de lo alto de un acantilado, donde se perdería todo rastro de él; otro se ahorcará en el bosque de Boulogne, lo que no haría en una selva por donde nadie pasa. El suicida desea sobremanera que no se le impida suicidarse, pero quiere que se sepa, tarde o temprano, que se ha suicidado; le parece que ese recuerdo de las personas lo vincula al mundo que ha deseado abandonar, tanto es así que la idea de la nada absoluta tiene algo más espantoso que la propia muerte. He aquí un curioso ejemplo en apoyo a esa teoría.

Hacia 1815, un rico inglés vino a visitar las famosas cataratas del Rin y se fue tan entusiasmado que regresó a Inglaterra para poner en orden sus negocios, después de algunos meses volvió y se precipitó en el abismo. Es indudablemente un acto de originalidad, pero dudamos fuertemente que él se habría lanzado, del mismo modo, en el Niágara si nadie hubiera podido saberlo. Una característica singular provocó el acto; pero la idea de que se iba a hablar de él determinó la elección del lugar y el momento; así, si su cuerpo no pudiera ser encontrado, el recuerdo por lo menos no perecería.

A falta de una estadística oficial que dé la exacta proporción de los diferentes motivos de suicidio, no hay duda de que los casos más numerosos son determinados por los reveses de la fortuna, las decepciones, las penas de toda naturaleza. En ese caso, el suicidio no es un acto de locura, sino de desesperación. Al lado de esos motivos que se podrían llamar serios, hay evidentemente los fútiles, sin mencionar la indefinible pérdida de gusto por la vida, en medio de los disfrutes, como aquel que acabamos de citar. Lo que es cierto es que todos aquellos que se suicidan sólo recurren a tal extremo porque, con o sin razón, no están contentos. Sin duda, no es dado a nadie remediar esa causa primera, pero lo que se debe lamentar es la facilidad con la que las personas ceden, después de algún tiempo, a ese fatal arrastre; es eso, sobre todo, lo que debe llamar la atención y lo que es, en nuestra opinión, perfectamente remediable.

Frecuentemente, uno se pregunta si hay cobardía o valor en el suicidio. Hay indudablemente cobardía en flaquear ante las pruebas de la vida; pero hay valor al afrontar los dolores y las angustias de la muerte; esos dos puntos nos parecen contener todo el problema del suicidio.

Por más punzantes que sean las opresiones de la muerte, la persona las afronta y las soporta si está incitada por el ejemplo. Es la historia del recluta que, al estar solo, retrocede ante el disparo, mientras que es estimulado al ver que los otros avanzan sin temor. Sucede lo mismo en el suicidio; la visión de aquellos que se liberan, por ese medio, de los aborrecimientos y del hastío de la vida deja dicho que ese momento ha pasado rápidamente. Aquellos a quienes el temor del sufrimiento los abría detenido se dicen que ya que tantas personas lo hacen así, se puede hacer muy bien como ellas; que vale más sufrir algunos minutos que sufrir durante años. Es en ese sentido solamente que el suicidio es contagioso; el contagio no está ni en los fluidos ni en las atracciones; está en el ejemplo que hace que se familiarice con la idea de la muerte y con el empleo de los medios para causársela. Eso es tan verdadero que cuando un suicidio ocurre de una cierta manera, no es raro ver varios del mismo tipo que sucedan en serie. La historia de la famosa garita en la que catorce militares se ahorcaron sucesivamente en poco tiempo no tenía otra causa. El medio estaba allí ante los ojos; parecía cómodo y, aunque aquellos hombres hubieran tenido pocos deseos de terminar con su vida, han aprovechado ese medio; la propia visión de la garita podía hacer nacer la idea de eso. Al ser relatado el hecho a Napoleón, él ordenó quemar la fatal garita; el medio ya no estaba más allí ante los ojos y el mal se detuvo.

La publicidad dada a los suicidios produce sobre las masas el efecto de la garita; incita, estimula, hace que uno se familiarice con la idea, hasta la provoca. Bajo ese aspecto, consideramos los relatos de ese tipo, que los periódicos menudean, como una de las causas incitantes del suicidio: dan el valor para la muerte. Sucede lo mismo con los relatos de crímenes, por medio de los cuales se pica la curiosidad pública; producen, por ejemplo, un verdadero contagio moral; jamás han frenado a un criminal, más bien, al contrario, han desarrollado a más de uno.

Examinemos, ahora, el suicidio desde otro punto de vista. Decimos que, cualesquiera que sean los motivos particulares, tiene siempre por causa un descontento. Ahora bien, aquel que está seguro de sentirse infeliz solamente por un día y de sentirse mejor los días siguientes adquiere paciencia fácilmente; solamente se desespera si no ve término a sus sufrimientos. ¿Qué es, pues, la vida humana con relación a la eternidad sino menos que un día? Pero para aquel que no cree en la eternidad, que cree que todo en él se acaba con la vida, si es colmado por penas e infortunios, sólo ve un final en la muerte; al no esperar nada, considera completamente natural, incluso muy lógico, abreviar sus sufrimientos por medio del suicidio.

La incredulidad, la simple duda sobre el porvenir, las ideas materialistas, en suma, son los más grandes estímulos para el suicidio: proporcionan la cobardía moral. Y cuando se ve a hombres de ciencia que se apoyan en la autoridad de su saber para esforzarse en probar a sus oyentes o a sus lectores que nada tienen que esperar después de la muerte, ¿no es conducirlos a esta consecuencia de que, si son infelices, nada mejor tienen que hacer sino matarse? ¿Qué les podrían decir para disuadirlos de eso? ¿Qué compensación pueden ofrecerles? ¿Qué esperanza pueden darles? Ninguna otra cosa sino la nada; de donde se debe concluir que si la nada es el remedio heroico, la única perspectiva, vale más caer inmediatamente que más tarde y sufrir, así, por menos tiempo. La propagación de las ideas materialistas es, pues, el veneno que inocula en un gran número de personas el pensamiento del suicidio y aquellos que se hacen los apóstoles de esas ideas asumen sobre sí mismos una terrible responsabilidad.

A eso se objetará, sin duda, que no todos los suicidas son materialistas, ya que hay personas que se matan para ir más rápidamente al Cielo y otras para reunirse más temprano con aquellos que han amado. Eso es verdadero, pero es indudablemente el número más pequeño, de lo que las personas se convencerían si hubiera una estadística hecha de manera concienzuda sobre las causas íntimas de todos los suicidios. Sea lo que sea, si las personas que ceden a ese pensamiento creen en la vida futura, es evidente que se hacen de ella una idea completamente falsa y la manera en la que se la presenta, en general, no es apropiada para dar una idea más exacta. El Espiritismo no solamente viene a confirmar la teoría de la vida futura, sino también a probarla por los hechos más patentes que sea posible tener: el testimonio de aquellos mismos que están en la vida futura. El Espiritismo hace más: nos la muestra, bajo aspectos característicos tan racionales, tan lógicos, que el razonamiento viene al apoyo de la fe. Al ya no ser permitida la duda, el aspecto de la vida cambia; su importancia disminuye en razón de la certidumbre que se adquiere de un porvenir más próspero; para el creyente, la vida se prolonga indefinidamente, más allá de la tumba; de eso vienen la paciencia y la resignación, que lo disuaden de manera completamente natural del pensamiento del suicidio; de eso viene, en pocas palabras, el valor moral.

El Espiritismo tiene aún, bajo ese aspecto, otro resultado igualmente positivo y tal vez más determinante. La religión dice bien que suicidarse es un pecado mortal por el cual se es castigado; ¿pero cómo? Por llamas eternas, en las que ya no se cree. El Espiritismo nos muestra a los propios suicidas, que vienen a rendir cuentas de su posición infeliz, pero con esta diferencia: las penas varían según las circunstancias agravantes o atenuantes, lo que está más de acuerdo con la justicia de Dios; las penas, en lugar de ser uniformes, son la consecuencia natural de la causa que ha provocado la falta, y uno no se puede impedir ver en eso una soberana justicia distributiva y equitativa. Entre los suicidas, hay aquellos cuyo sufrimiento, aun siendo solamente temporal en lugar de eterno, no deja de ser terrible y hace reflexionar a quienquiera que estuviera tentado a partir de acá antes de la orden de Dios. El Espírita tiene, pues, como contrapeso al pensamiento del suicidio, varios motivos: la certidumbre de una vida futura, en la que él sabe que será tanto más feliz cuanto más infeliz y más resignado haya sido en la Tierra; la certidumbre de que, al abreviar su vida, llega exactamente a un resultado completamente diferente de aquél que esperaba alcanzar; de que se libera de un mal para caer en uno peor, más largo y más terrible; de que no volverá a ver, en el otro mundo, a las personas que reciben su afecto, con quienes desearía reunirse; de donde se deduce la consecuencia de que el suicidio es algo contra sus propios intereses. Por eso, el número de suicidios impedidos por el Espiritismo es considerable y se puede concluir que, cuando todo el mundo sea Espírita, ya no habrá suicidios voluntarios, y eso llegará más temprano de lo que se cree. Por lo tanto, al comparar los resultados de las doctrinas materialista y espírita desde el único punto de vista del suicidio, se concluye que la lógica de una doctrina conduce a él, mientras la lógica de la otra hace que uno se desvíe de él, lo que está confirmado por la experiencia.

Por ese medio, se dirá, ¿destruiréis la hipocondría, esa causa de tantos suicidios no motivados, de ese invencible hastío de la vida que nada parece justificar? Esa causa es eminentemente fisiológica, mientras que las otras son morales. Ahora bien, el Espiritismo curando solamente éstas, ya haría mucho; la primera es, propiamente hablando, de competencia de la ciencia, a la cual la podríamos dejar, diciéndole: «Curamos lo que nos incumbe, ¿por qué no curáis lo que es de vuestra competencia?» Ahora bien, no vacilaríamos en responder afirmativamente esta pregunta.

Ciertas afecciones orgánicas son mantenidas evidentemente e incluso provocadas por las disposiciones morales. El hastío de la vida es, con más frecuencia, el fruto de la saciedad. La persona que ha consumido todo, al no ver nada más allá, está en la posición del ebrio que, al haber vaciado su botella y al no encontrar nada más en ella, la rompe. Los abusos y los excesos de todo tipo conducen forzosamente a un debilitamiento y a un trastorno en las funciones vitales; de eso viene una multitud de enfermedades cuya fuente es desconocida y que se creen causas, pero que sólo son consecuencias; de eso sobreviene también un sentimiento de languidez y de desaliento. ¿Qué le falta al hipocondríaco para combatir sus ideas melancólicas? Un objetivo en la vida, un móvil en su actividad. ¿Qué objetivo puede tener si no cree en nada? El Espírita hace más que creer en el porvenir: sabe, no por los ojos de la fe, sino por los ejemplos que tiene ante sí mismo, que la vida futura, de la que no puede escapar, es feliz o infeliz, según el empleo que hace de la vida corpórea; que la felicidad allí es proporcional al bien que se ha hecho. Ahora bien, seguro de vivir después de la muerte y de vivir por mucho más tiempo que en la Tierra, le es completamente natural pensar en ser, en la vida futura, lo más feliz posible; seguro, además, de ser infeliz en la vida futura si no hace nada bueno, o incluso si, al no hacer nada malo, nada hace en absoluto, comprende la necesidad de estar ocupado, lo que mejor lo preserva de la hipocondría. Con la certidumbre del porvenir, tiene un objetivo; con la duda, no lo tiene. El aburrimiento le gana y él acaba con la vida porque nada más espera. Permítasenos una comparación un poco trivial, pero a la cual no le falta analogía con esto. Un hombre ha pasado una hora en un espectáculo; si cree que todo ha acabado, se levanta y se va; pero si sabe que falta por presentarse todavía algo mejor y más largo de lo que ha visto, se quedará, aunque sea en el peor lugar: la espera por lo mejor triunfará en él sobre la fatiga.

Las mismas causas que conducen al suicidio producen también la locura. El remedio del suicidio es también el remedio de la locura, como lo hemos demostrado en otra parte. Desafortunadamente, mientras la medicina sólo tome en cuenta el elemento material, se privará de todas las luces que la llevaría al elemento espiritual, que desempeña un papel muy activo en un gran número de afecciones.

El Espiritismo nos revela, además, la causa primera del suicidio y sólo él podía hacerlo. Las tribulaciones de la vida son a la vez expiaciones por las faltas pasadas de las existencias y pruebas para el porvenir. El propio Espíritu las elige con miras a su adelantamiento; pero puede suceder que, una vez en la práctica, considera la carga demasiado pesada y retrocede ante su cumplimiento; es entonces que recurre al suicidio, lo que lo retrasa en lugar de hacerlo avanzar. Sucede, aun, que a un Espíritu que se suicidó en una encarnación anterior, como expiación le haya sido impuesto, en su nueva existencia, tener que luchar contra la tendencia al suicidio; si sale vencedor, avanza; si sucumbe, le será necesario recomenzar una vida tal vez más penosa aún que la anterior y deberá luchar igualmente hasta que haya triunfado, pues toda recompensa en la otra vida es el fruto de una victoria, y quien dice victoria dice lucha. El Espírita extrae, por lo tanto, de la certidumbre que tiene de esa situación una fuerza de perseverancia que ninguna otra filosofía podría darle.

A. K.


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