Hongo "Amanita muscaria", también conocido como matamoscas o falsa oronja. |
Colón tomó tierra por
primera vez en el Nuevo Mundo en la isla de San Salvador, una de las
setecientas que forman las Bahamas, en el Océano Atlántico. El descubridor
halló que los indios habían desbrozado terrenos para cultivar huertos, huertas
de árboles y cereales. Durante su viaje entre San Salvador y Fernandina,
conocida hoy como Long Island, en las Bahamas, se encontró con un hombre que
iba en una canoa y que llevaba con él un poco de pan, una calabaza con agua,
algunas pipas de arcilla y un manojo de hojas secas.
Estas hojas, conocidas como
“cohiba”, las fumaban los lucayanos en unas insólitas pipas en forma de Y. La
pipa tenía el nombre de “tabaco”. Los europeos por error, dieron el nombre a la
planta de la pipa en que se fumaba. Los lucayanos usaban el tabaco como materia
intoxicante en sus ceremonias destinadas a inspirar profecías[1].
El jefe local, Cacibú, fumando “cohiba” y hablando por boca del “zemi”
Yocahaguana, hizo la sorprendente predicción que vendrían “unos hombres que
irían vestidos, mandarían sobre ellos y los matarían, y ellos morirían de
hambre”.
La religión de los lucayanos
era parecida a la de los actuales indios araucanos de Sudamérica. Toda la
naturaleza era deificada, incluidos los árboles, las piedras y el agua, los
cuales poseían un espíritu especial llamado “zemi”. Con el fin de controlar el
mundo de los espíritus, los lucayanos hacían imágenes de los “zemis” con
piedra, conchas, madera y tejido. Los indios creían que el hombre provenía de
las cavernas, a las que consideraban lugares sagrados. Existía la creencia que
en ciertas cuevas habitaban “zemis”.
Aunque Colón descubrió un
Nuevo Mundo, en sus notas sobre el “cohiba” y los espíritus naturales no hace
más que confirmar la similitud cultural entre los dos mundos. En una época u
otra, la mayoría de las culturas han creído en los espíritus de la naturaleza y
en los poderes proféticos de las plantas.
En el mundo pagano, todo
jefe o rey estaba rodeado de adivinos, magos, hechiceros, augures y astrólogos.
A veces, un hombre excepcional reunía el solo todas estas facetas. Había
diversas maneras de emplear las plantas para predecir el futuro. Algunos
adivinos observaban el aspecto de unas nueces que se asaban en el fuego o cómo
se marchitaban unas hojas de higuera. Otros descubrían un significado en los
brotes de las cebollas o en el sonido de los pétalos de la rosa al golpear uno
contra el otro –práctica, ésta, común en la antigua Grecia-. Otros, en fin,
comían habas en los funerales porque, de este modo creían establecer un vínculo
oculto entre el mundo físico y el espiritual.
El más famoso de todos los
adivinos era la Pitia, u oráculo de Delfos. Al hombre moderno podría parecerle
extraño que los griegos, inventores virtuales del término “racionalismo”,
consultaran un oráculo durante gran parte de su historia. Los griegos creían
que aquel podía, de un modo u otro, comunicarse con los dioses o alguna forma
de inteligencia superior. El oráculo era siempre una mujer, quien, según se dice,
comía hojas de laurel e inhalaba los humos que salían de una profunda grieta.
Esto lo situaba en un estado de trance durante el cual tenía visiones y podía
“responder” a todas las preguntas que se le hiciera con respecto a asuntos
futuros y proféticos”.
Aunque se solía pintar
histérico o medio loco, el oráculo bien pudo estar extremadamente sereno en sus
deliberaciones. Fuese el que fuese su estado durante sus visiones proféticas,
el oráculo se convirtió en la fuerza más poderosa de la antigua Grecia y sus
zonas vecinas a orillas del Mediterráneo. El oráculo era, en muchos aspectos,
la versión antigua del chamán moderno.
Los exploradores que se
abrieron paso por Siberia durante los siglos XVIII y XIX, hallaron a hombres
dotados de una “sabiduría supranormal”. Las tribus turanias y mongolas
practicaban entonces el “chamanismo”, considerado hoy día como una combinación
de magia y ciencia.
Mediante esta práctica, el
hombre podía tomar contacto con fuerzas espirituales con el fin de prevenir
accidentes, aliviar el dolor en las enfermedades, prever el futuro, etc. Al
igual que los indios descubiertos por Colón, estas tribus creían que todos los
objetos poseían un espíritu. Todas las cosas estaban vivas, con capacidad para
pensar y para sentir.
El hombre se veía impotente
ante su medio natural, al que solo podía controlar mediante la intervención del
chamán, quién tenía contacto directo con el mundo de los espíritus. Por esta
razón, el chamán era una persona muy especial y poderosa, y tenía que atravesar
por el más riguroso aprendizaje antes de conseguir esta posición.
El chamán podía ser un
hombre o una mujer, el sexo importaba poco. Tampoco se prestaba atención a la
edad, que podía variar entre los quince y los treinta y cinco años. Las
cualidades más importantes eran, al parecer, una elevada sensibilidad y un
deseo irresistible de ser escogido por la tribu para ese puesto.
Ser “escogido” significaba
esencialmente sufrir una serie de rigurosas pruebas físicas y mentales.
Mediante el ayuno, la soledad y la meditación, el chamán trataba de alcanzar un
estado en el cual poseía un completo dominio de sus cuerpos físico y
“espiritual”. Una vez creía haber alcanzado ese estado, era puesto a prueba por
los ancianos de la tribu. Se le podía pedir, por ejemplo, que se desnudara, se
zambullera por u agujero hecho en el hielo y saliera a la superficie por otros
ocho agujeros. En el caso que sobreviviera, tendría que superar otras pruebas
que implicarían la comunicación directa con los espíritus.
Para conseguir el estado de
excitación necesario para tomar contacto con el mundo de los espíritus, el
chamán danzaba durante horas al ritmo monótono y cadencioso de los tambores.
Esta danza, que seguía a periodos de meditación y ayuno, se combinaba con el
uso de drogas alucinógenas y se consideraba extremadamente peligrosa. A medida
que el hombre danzaba, dando frecuentes saltos y gritando obscenidades,
empezaba a penetrar en un estado alterado de consciencia en el cual podía “ver”
cosas de otras partes del mundo. En resumen, podía trasladarse fuera de su
cuerpo físico y estar en dos lugares al mismo tiempo, y podía, también conectar
con los espíritus de otro mundo para conseguir la información necesaria para
responder a las preguntas formuladas por los ancianos. Además, en este estado
tenía poder sobre los espíritus que normalmente lo tenían sobre él. Podía
forzarles a trabajar por el bien de la tribu.
La importancia del chamán en
muchas tribus siberianas, así como en algunas tribus indias de Norteamérica[2],
no puede ser subestimada. Él era el médico, el maestro, el jefe guerrero, el
juez y el adivino, todo a la vez. Era su conocimiento secreto de otro mundo lo
que le daba este poder. Podría decirse de él que, gracias al contacto directo
con espíritus naturales y poderosos, poseía una “sabiduría y un poder
supernormal”.
La adivinación también se da
en Sudamérica. El ritual de la Ayahuasca es un ejemplo de ello. Ayahuasca es el
nombre de una vid que contiene una savia narcótica capaz de causar
alucinaciones y delirios. Los indios la utilizan en rituales mágicos y
religiosos. El brujo puede emplearla como medio de adivinación o darla a algún
enfermo. Cuando el “paciente” empieza a adormecerse, el brujo agita
rítmicamente unas hojas ante él. Se dice que el movimiento de las hojas dirige
el alma al pasado, al futuro o a algún lugar distante.
Wasson, uno de los
principales expertos mundiales en hongos, y coautor junto con su difunta esposa
de Mushrooms, Rusia and History, ha
descubierto que los hongos juegan un importante papel en el poder psíquico de
los chamanes capaces de ver el futuro. Existen todavía tres grandes áreas en
las que los hombres comen hongos para obtener efectos psíquicos. Son las antes
mencionadas de Siberia, donde se come la Amanita
muscaria; el valle de Wahgi, en Nueva Guinea, donde los nativos comen un
hongo llamado “nonda”, y la montañosa región de Oaxaca, al sur de México.
De estas tres zonas, México
es, con mucho, la más apasionante. Allí se encuentran los cultos misteriosos de
los hongos sagrados. Estos cultos podrían haber existido desde hace muchos
siglos en forma de primitivos cultos de fertilidad[3], y
el hongo quizá se veía como el resultado de la “unión sexual” de dos
misteriosas y poderosas fuerzas naturales: la tierra y el rayo.
Los indios creían que cuando
un rayo caía sobre la tierra, los hongos crecían. Los antiguos cultos
seguramente estaban reservados a una élite, que guardaba sus secretos frente a
la masa de no iniciados, como era común hace siglos. Los recientes
descubrimientos de piedras en forma de hongo confirman la existencia de estos
cultos en época muy anterior a la conquista española.
Wasson investigó atentamente
y se documentó acerca de la existencia de estos cultos, sirviéndose tanto de
los relatos que han llegado hasta nosotros como de sus observaciones
personales. Una de las primeras descripciones del uso de hongos se halla en un
pasaje que describe la coronación del rey azteca Moctezuma en 1502.
Citando a un fraile dominico
que registró el acontecimiento con gran detalle, Wasson señala que después del
sacrificio ritual, que dejó las escaleras del templo bañadas en sangre, los
indios se retiraron para comer ciertos hongos crudos. Estos hongos les
provocaban alucinaciones; en algunos casos les inducían al suicidio y, en
otros, a ver el futuro.
Aunque el fraile dominico
viera al diablo en estos hongos, los nahuas, nombre colectivo para la mayoría
de las tribus (aztecas incluidos) que acabarían siendo conquistadas por los
españoles, no pensaban lo mismo. Estas tribus tenían un nombre especial para
los hongos inductores de síntomas asociados con lo sobrenatural: les llamaban teo-nanácatl. A diferencia del fraile
dominico, los indios los respetaban y les daban culto, de igual manera que
daban culto al cielo, a las estrellas y a las montañas, a todos los cuales
veían como fuerzas formidables del universo. Se consideraba al cielo,
estrellas, montañas y hongos como dotados de un alma o llenos de significado
cósmico.
Había muchas variedades de
hongos capaces de provocar alucinaciones. Todos ellos se clasificaban en el
grupo general de hongos sagrados a los que se denominaba, también “carne de
dios” o “sangre de Cristo”. Era una creencia común entre los indios convertidos
el que los hongos crecieron allí donde cayeron gotas de la sangre del Salvador.
Para los indios estos hongos
representaban una fuerza poderosa que debía ser respetada y empleada con mucha
prudencia, pero para los españoles que se los imaginaban como demonios capaces
de influir en el hombre para aliarlo con el diablo, suponían una amenaza. ¡No
es extraño que persiguieran los cultos de los hongos! Con todo, los indios
continuaron con su práctica, mezclando magia y religión. En presencia de estas
plantas singulares continuaban experimentando una sensación de misterio y
maravilla.
Es imposible dar una
descripción completa de los hongos mágicos o sagrados, porque varían según las
regiones. Pueden ser rojos, dorados, tostados o de color castaño oscuro, casi
negro. Todos crecen de modo silvestre en praderas, bosques, o en el borde de
los caminos. A menudo se los encuentra en los excrementos de animales o cerca
de estos.
Los hongos siempre se comen
crudos y tienen un sabor acre y amargo que provoca náuseas en la persona que
los come, pudiendo llegar a hacerle vomitar. Se dice que el resabio es
particularmente desagradable, y a causa de esto los indios comían siempre miel
antes de tomarlos. Hoy día, la miel es a menudo reemplazada por el chocolate.
Cuando los españoles
invadieron México, hallaron estos cultos en la parte sur del país, a partir del
valle de México. En aquella época, los indios se reunían por la noche para
celebrar las ceremonias que, en algunos casos, pudieron consistir en una
especie de orgia o culto de fertilidad. Pero la mayoría de estas reuniones eran
ceremonias religiosas dirigidas por indios interesados en la utilización del
hongo con propósitos adivinatorios.
Aunque negada durante años
por muchos especialistas, en 1936 se descubrió la existencia de estos cultos en
Huautla de Jiménez, un pueblo de Oaxaca. El informe lo comunicó Robert J.
Weitlaner, y en 1938 se dio el caso de unos hombres blancos que fueron
admitidos a presenciar una ceremonia.
Algunos años más tarde,
Wasson fue a Huautla en busca de estos cultos, sus prácticas y sus ritos. Su
objetivo último consistía en participar en una de las ceremonias. Wasson
penetró en el país mazateca bajo el tórrido calor de finales de verano. Su
primera parada fue en Teotitlán del Camino, una bulliciosa ciudad de mercado en
la que la gente se reunía para traficar con las mercancías que acababan de
traer a lomos de mulas y asnos.
Wasson y su grupo dejaron la
ciudad y se adentraron en el territorio acompañados de un guía y provistos de
mulas para transportar los bultos y los suministros. Después de una larga y
agotadora caminata llegaron a San Bernardino, lugar colgado en la ladera de una
montaña y que disfrutaba de una gran vista panorámica sobre el valle.
Wasson cuenta haber pasado
por un lugar en el que estaban ahorcados unos ladrones, a lo que habían dejado
colgando durante meses. Fue entonces cuando vio la pistola que llevaba el guía.
Sin embargo, el viaje transcurrió sin ninguna escaramuza; fueron abriéndose
paso a lo largo de los caminos de montaña[4]
entre una vegetación espesa y lujuriante, pasaron por pequeños pueblos de casa
con techumbre de paja, y finalmente llegaron a Huautla, donde fueron alojados
en un reducido edificio. Aunque se alegraron de poder descansar, tuvieron que
soportar los quejidos de una mujer gravemente enferma que yacía en un lecho
junto a ellos.
El pueblo, con sus pocos
centenares de habitantes, era tan pintoresco como peligroso eran sus
alrededores. Las mujeres vestían, unas blusas de brillantes colores, conocidas
como huipiles, y las gallinas y los
pavos cloqueaban y escarbaban el sucio suelo. Aquel lugar de la montaña
resultaba asombroso, y se caracterizaba por la ausencia de insectos, que
abundaban en las regiones menos elevadas. Las colinas resplandecían con el
verde de los árboles, y el perfume de las flores subtropicales añadía una
fragancia especial al aire de las alturas.
Pero Wasson no había ido
hasta allí para admirar un retiro de montaña. Lo que quería era encontrar un
curandero. Las preguntas que hizo durante sus pesquisas lo acercaron un poco
más a los secretos del hongo y de los cultos a él dedicados. Se enteró que los
hongos eran designados por un nombre que, traducido, significaba “aquello que
brota”. Un chamán, o alguien designado por este, recogía los amargos hongos por
la mañana. El momento ideal para reunirse era, al parecer, durante la luna
llena. La persona que recogiera los hongos debía estar “ceremonialmente”
limpia, es decir, debía abstenerse de relaciones sexuales durante cinco días.
Los hongos podían ser
comidos por el curandero o por un grupo de personas designadas por él.
Cualquiera que los comiera debía estar tan limpio “ceremonialmente” como las
persona que los había recogido. Alguien que consultara al hongo en estado de
impureza corría el gran peligro de perder la vida o de volverse loco.
Wasson vio que el pasaje que
leyó en las notas del fraile dominico era muy exacto, porque el hongo siempre
se comía crudo y fresco. Generalmente no se limpiaba, aunque en algunos pueblos
si se hacía y, en raros casos, se secaba para su uso posterior.
Había muchas personas que no
deseaban “encontrarse” con el hongo y entonces pagaban al chamán para que lo
hiciera en su lugar. Solo lo consultaban para cuestiones graves. El hongo, y no
el chamán o curandero, era el que iba a hablarles de la ida y la muerte, de
Dios, de su futuro, del bienestar de miembros distantes de su familia, de su
salud, etc. El hongo hablaba a través del curandero. Por esta razón, este fue
conocido en el lenguaje de los indios como “aquel que sabe”, aunque el chamán
se limitaba a transmitir la información proveniente del hongo, que era quien en
verdad respondía a las preguntas.
Wasson relata una consulta
en la que un joven que se hallaba muy enfermo preguntó si iba a morir. El
chamán, una mujer bonita y gentil, contestó que moriría. El hombre, resignado
con su destino, tuvo poco más tarde un colapso y murió. Al parecer, la tona del joven había sido matada
recientemente, y esto se consideraba un signo agorero. Una tona es un animal nacido al mismo tiempo que la persona. En el caso
del joven, un puma había dado muerte a su tona. La interpretación del hongo
fue: la muerte.
Continuando con su
investigación, Wasson descubrió que los chamanes podían ser hombres o mujeres,
y que sus métodos para consultar al hongo variaban de acuerdo con su
tradiciones y experiencia. Los chamanes solo comían la cabeza del hongo. Antes
de ingerirlo tomaban, por lo general, chocolate o algo dulce, pero otras veces
no tomaban nada. El número máximo a ingerir era de veinte pares.
En ningún caso se comía un
solo hongo, y la razón de esto parece ser de orden práctico. Gracias a su
conocimiento de los variados efectos de la planta, el chamán podía
contrarrestar el efecto de uno con el otro. Por esta razón, a menudo comía
distintas clases de hongos a lo largo de la ceremonia.
En algunos casos el número
de pares tenía un significado religioso o místico. Wasson observó que muchos
curanderos tomaban los hongos en pares de nueve, trece y dieciocho, que, al
parecer, correspondían al número de dioses (nueve) de su religión, el número de
días (trece) de su semana, y al número de meses (dieciocho) de su año.
Una vez el chamán había
ingerido los hongos, pedía las respuestas a las preguntas que se le habían planteado.
En algunos casos cantaba, salmodiaba o murmuraba hasta que el hongo empezaba a
hablar. Wasson vio que el chamán solo podía transmitir la respuesta del hongo
en los dialectos indios, nunca en español. A veces, el curandero hablaba en
“lenguas”, un lenguaje que no tenía significado para las personas que asistían
a la ceremonia.
Ésta siempre se celebraba
por la noche, de modo que fueran pocos los que se enteraran. Seguramente esta
precaución era un residuo de los días de las persecuciones. Si un gallo cantaba
o un perro ladraba, el hongo no hablaría, y la consulta se daba por terminada. Pero,
cuando empezaba a hablar, lo hacía durante varias horas, y muchos indios creen
que Jesucristo y el hongo son una sola entidad que le habla directamente a
través del chamán.
Al ir adquiriendo Wasson
todos estos conocimientos, le fue permitido, por fin, presenciar una complicada
ceremonia en la que se le pidió que consultara al hongo. La única condición que
el curandero le exigió fue que su actitud fuera de sinceridad y buena fe.
Wasson, que había estado
anotando cuidadosamente las costumbres relativas al hongo, respetaba los tabúes
y sentimientos de los indios. Su pregunta fue sobre su hijo. El hongo respondió
diciéndole que aquel se encontraba bien, pero no en el lugar en que Wasson lo
suponía.
El hongo le contó al
explorador más cosas. Una persona de su familia iba a morir dentro de poco. Esta
última y desalentadora noticia sorprendió al hombre, pues tenía una familia
reducida y no sabía de nadie que estuviera enfermo.
Para su sorpresa, Wasson se
enteró más tarde que uno de sus primos hermanos murió de modo inexplicable unos
meses después de la predicción del curandero. El hombre, de poco más de
cuarenta años, parecía hallarse en un perfecto estado de salud cuando murió.
¿Fue esto simple coincidencia o acaso el hongo “conocía” el futuro?
Wasson continuó su trabajo
al año siguiente en el mismo México, pero en otra región. Entonces le fue permitido
por primera vez, no solo asistir a una ceremonia, sino participaren ella. Su descripción
lo acerca a uno a un rito que puede haber estado celebrándose desde hace
cientos de años. Wasson cuenta que la ceremonia se realizó por la noche, cuando
todo estaba tranquilo. Debido a su sabor repugnante comió rápidamente los
hongos uno detrás de otro, dejando los rabillos en una jícara, o copa, colocada
en el suelo frente al altar de la familia. Había una vela encendida.
Wasson dice que los hongos
acostumbran actuar pronto, al cabo de quince a treinta minutos. Si no actúan,
la costumbre es rezarle a los rabillos o encender más velas. Cuando los hongos
empiezan a hacer su efecto, la persona empieza a hablar consigo mismo. En este
punto es posible hacer preguntas, que el hongo responderá si uno es sincero en
su demanda. Y añade: “Cuando todo va bien los hongos empiezan a hablar, y es
probable que respondan, no solo a las preguntas formuladas, sino también a
todas las demás”.
¡Cuán inquietante es el tono
de esta frase!
¿Está vivo, todavía, el don
de la profecía, gracias al poder psíquico de las plantas?
Tomado del libro: "El poder psíquico de las plantas" de John Whitman
Ediciones Martínez Roca, 1980.
[1] Los mexicanos también utilizaban, para adivinar el futuro, un
tabaco conocido como “pisiete”, al cual en otro tiempo se consideraba dotado de
un poder profético. Los aztecas y los toltecas eran adictos al tabaco e
hicieron de él un culto porque la droga les producía un estado de serenidad.
[2] En América del Norte, los esquimales, los navajos y los Ojibwas
creían intensamente en los espíritus d la naturaleza y en el poder de los
chamanes.
[3] En algunas regiones de México, la palabra empleada para designar a
los hongos es la misma para los genitales femeninos.
[4] Debido a la estrechez del camino, era difícil que pasaran dos
caballos a la vez. Wasson refiere como el guía se comunicaba con los viajeros
todavía invisibles mediante un lenguaje de silbidos, común en las zonas
montañosas. Este lenguaje existe aún en la isla de La Palma, Canarias. En
México, si bien los hombres podían conversar con este sistema, las mujeres
tenían prohibido hacerlo, aunque lo comprendieran perfectamente.
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