No todos los que me dicen: ‘¡Señor! ¡Señor!’, entrarán en el reino de los Cielos, sino sólo los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los Cielos.”
Escuchad estas palabras del Maestro, todos vosotros, los que rechazáis la doctrina espírita como una obra del demonio. Abrid vuestros oídos; el momento de escuchar ha llegado.
¿Bastará
con que uséis la librea del Señor para ser sus fieles servidores? ¿Bastará con
que alguien diga: “Soy cristiano”, para que sirva a Cristo? Buscad a los
verdaderos cristianos y los reconoceréis por sus obras. “Un árbol bueno no
puede dar frutos malos, ni un árbol malo puede dar frutos buenos.” “Todo árbol
que no da buenos frutos es cortado y arrojado al fuego.” Esas son las palabras
del Maestro. Discípulos de Cristo, comprendedlas correctamente. ¿Cuáles son los
frutos que debe dar el árbol del cristianismo, árbol vigoroso, cuyo espeso
follaje cubre con su sombra una parte del mundo, pero que no ha abrigado aún a
todos los que deben reunirse alrededor suyo? Los frutos del árbol de la vida
son frutos de vida, de esperanza y de fe. El cristianismo, tal como lo ha hecho
desde muchos siglos atrás, sigue predicando esas divinas virtudes, y procura
esparcir sus frutos. Con todo, ¡cuán pocos los recogen! El árbol es siempre
bueno, pero los jardineros son ineficaces. Han querido adaptarlo a sus ideas,
han querido modelarlo según sus necesidades; lo han tallado, reducido y
mutilado; sus ramas estériles no dan frutos malos, pero ya no producen. El
viajero sediento, que se detiene bajo su sombra en busca del fruto de la
esperanza que le devuelva la fuerza y el valor, sólo observa ramas secas que
anuncian la tempestad. En vano solicita el fruto de vida al árbol de la vida:
debilitadas, las hojas caen. La mano del hombre las ha maltratado tanto, que
las quemó.
¡Abrid, pues, vuestros oídos y vuestros corazones, queridos míos! Cultivad ese árbol de vida, cuyos frutos confieren la vida eterna. Aquel que lo ha plantado os invita a tratarlo con amor, de modo que lleguéis a verlo dando frutos divinos en abundancia. Conservadlo tal como Cristo os lo entregó: no lo mutiléis. Él quiere que su sombra inmensa se extienda por todo el universo: no recortéis sus ramas. Sus frutos bienhechores caen abundantes para alimentar al viajero sediento que intenta llegar a destino. No recojáis esos frutos para almacenarlos y dejar que se pudran, para que no le sirvan a nadie. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos.” Eso se debe a que hay monopolizadores del pan de la vida, así como los hay del pan material. No os incluyáis entre ellos. El árbol que da frutos buenos debe distribuirlos a todos. Id, pues, en busca de los que están hambrientos; ubicadlos bajo la copa del árbol y compartid con ellos el abrigo que os ofrece. “No se cosechan uvas de los espinos.” Así pues, amigos míos, alejaos de los que os llaman para mostraros los abrojos del camino. Seguid, en cambio, a los que os conducen a la sombra del árbol de la vida.
El divino Salvador, el justo por excelencia lo ha dicho, y sus palabras no pasarán: “No todos los que me dicen: ‘¡Señor! ¡Señor!’, entrarán en el reino de los Cielos, sino solamente aquellos que hacen la voluntad de mi Padre, que está en los Cielos”.
¡Que
el Señor de bendiciones os bendiga; que el Dios de luz os ilumine; que el árbol
de la vida os brinde sus frutos con abundancia! Creed y orad. (Simeón. Burdeos,
1863.)